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Publica la Asociación Cultural "Rastro de la Historia".

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El Rastro de la Historia. NÚMERO OCHO

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entre el Jordán y el Eúfrates:

notas de un viaje por Levante, entre julio y agosto del 2001


7. De norte a sur.- Son muy baratos los autobuses, a pesar de la abundancia de personal que hace el servicio: el conductor, el ayudante, el que pide los billetes, el que los pica, el que ofrece agua durante el viaje, etc. El autobús que me ha de llevar hasta Damasco sale de un estacionamiento llamado Naano, que no me cuesta encontrar. Regreso pasando por Homs, que no llego a visitar. Dejamos a nuestra derecha Musyaff, el castillo más occidental de los que ocuparon los hashashin, los asesinos: una secta islámica desgajada del tronco chiíta, que tuvo su sede en la remota fortaleza de Alamut, al sur del mar Caspio, acaudillada por un personaje legendario al que, en los años de la Cruzada, se denominó “El Viejo de la Montaña”. Para los chiítas, la sucesión dinástica de los imanes terminó en el duodécimo, para los hashashin, en el séptimo. La práctica de estos de liquidar a sus enemigos a traición, por medio de un conjurado drogado con haschís, hizo la vida difícil a los cruzados y también a no pocos caudillos árabes. Con continuidad en el tiempo con el nombre de ismailitas, su actual cabeza visible, Karim Aga Khan, es quien hospedó en su palacio de Chantilly al rey Juan Carlos de Borbón, cuando éste visitó Francia, en este mismo año, para conmemorar el 14 de julio: la fecha en que, con la toma de la  Bastilla, se inició el proceso de abolición de la monarquía, que culminaría con el exterminio de los Borbones franceses. Molinetes que da la vida.

¿Por qué se van a enjaezar los camellos y no los autbouses?

 En Mar Boulos me tiene preparada habitación la amable Sor Pascualina, y allí descanso un rato, para salir luego a comer algo: en este caso, el socorrido Farruj, el pollo, preparado con mayor o menor gracia, pero siempre servido con parsimonia y lentitud. Prisa y comer son dos conceptos que aquí se llevan mal. Por la tarde me acerco a una residencia de monjas melquitas, Deir Ibrahim Khalil, con la esperanza de que Astrid, a quien conocí en Antioquia, haya traído consigo las gafas de sol que allí me dejé. Astrid sí está; las gafas, no: que las disfrute quien las tenga. El trayecto de ida y vuelta, como cuarenta minutos de caminar, discurre por la calle principal del barrio cristiano, en la que es raro que haya tienda, peluquería, restaurante o botica que no exhiban aparatosamente imágenes cristianas, quizá no del mejor gusto, pero haciendo gala de una falta de respetos humanos que yo quisiera para los cristianos españoles y para mí mismo. En ningún sitio tanto como en los países árabes se percibe que los cristianos son la gracia y la levadura de la sociedad. Basta comparar países en los que hay y en los que no hay esa minoría, me apuntará Abuna Romualdo. Y es cierto: el talante cristiano imprime un sello de libertad que beneficia a todo el cuerpo social, sea cual sea el signo político del régimen. Por la tarde, me doy a vagabundear por el zoco. La experiencia del zoco merece vivirse: la muchedumbre multicolor, los tufos penetrantes, el ruido incomprensible, el chalaneo, el aparente caos: Pero, para una vez, o muy de vez en cuando. Cuando se ha regateado en unas cuantas ocasiones, se averigua que el precio es tan fijo como en cualquier almacén occidental, si bien, para determinarlo, se precise perder bobamente el tiempo en un tira y afloja al que no le encuentro ninguna gracia. 

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