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Publica la Asociación Cultural "Rastro de la Historia".

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El Rastro de la Historia. NÚMERO OCHO

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entre el Jordán y el Eúfrates:

notas de un viaje por Levante, entre julio y agosto del 2001


28. Mi camino de Damasco.- No sale con puntualidad el avión hacia Damasco. Estamos a punto de subir cuando se frustra nuestro propósito porque, nos dicen, el piloto se encuentra enfermo. Poco enfermo, que al cabo de nada, nos invitan a embarcar. Sólo conozco a una persona de nacionalidad siria, una periodista. Y tengo la fortuna de que, por pura casualidad, viaje en mi mismo avión, acompañada por su hijo. Se me hace corto el viaje charlando con ellos, recibiendo sus indicaciones tan acertadas, que me servirán de mucho en los días siguientes. La música que se oye por los auriculares que nos brinda la azafata pone ya en ambiente: Fairouz, Abdul Wahad y Sabah Fakhri. Música en general repetitiva, de fondo monocorde, con ritmo marcado por percusión, roto por una voz solista, que entona una melodía que se intuye sentimental: alusión frecuente al habibi, al amigo querido, como en nuestras jarchas medievales. Mi amiga, de Laodicea, Latakya, es musulmana, habla con soltura el alemán, el francés y el español, y está orgullosa de su educación en un colegio de monjas. -La educación cristiana es exigente y rigurosa, y así la quiero yo también para mi hijo, por más que las cosas ya no son en España como antes eran, me dice, lamentándose. Hablamos de todo, de política: de la lamentable situación del pueblo palestino; de historia: ella suspira por la mezquita de Córdoba, como yo suspiro por la catedral bizantina de Damasco; de las Cruzadas y de Saladino: es absurdo juzgar con ojos de hoy lo que sucedió hace tanto. A la llegada al aeropuerto de Damasco le está esperando un amigo libanés, que se brinda a acercarme al barrio cristiano: Tabbaleh. Lo hace en su BMW, a no menos de doscientos kilómetros por hora, que aquí no parece haber más límite de velocidad que el que imponga el propio vehículo. Ya en las cercanías del barrio cristiano, en donde me han dejado mis amigos, intento entenderme en inglés y en francés, sin éxito. Mienten las guías. Es poca la gente que habla aquí otra lengua que no sea la local. Y tengo que recurrir a las poquitas palabras de árabe que he conseguido aprender. Sin saberlo, estoy enfrente del Memorial Saint Paul, que regentan los franciscanos, y pregunto en una especie de tenderete de buñuelos, en el que, ahumada y aromatizada por el aceitazo, luce una imagen enorme del Sagrado Corazón de Jesús, con bombillitas de colores. Inútiles nuevamente mis demandas en inglés y en francés. Más por señas que otra cosa, acabo por enterarme de que el nombre del centro que busco es Mar Boulos, no Saint Paul, y hacia su puerta me encaminan. En el jardín diminuto, tomando la fresca -es un decir- están algunas monjas franciscanas y su capellán, el zamorano abuna Romualdo Fernández, que desde entonces mismo me presta toda ayuda. Salgo a cenar algo en una tabernilla cercana, en donde, creyéndome americano, no me tratan demasiado bien. Cuando se enteran de que soy isbani, cambian las tornas: todo se hace amabilidad y gentileza, tanta que, habiendo pedido una bebida sin azúcar, que ellos no tienen, salen a escape a un colmado cercano, para traérmela bien fresquita. He entrado con buen pie.

La capilla y la residencia que hacen memoria de la caída de San Pablo, levantadas en época de Pablo VI

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