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Publica la Asociación Cultural "Rastro de la Historia".

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El Rastro de la Historia. NÚMERO OCHO

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entre el Jordán y el Eúfrates:

notas de un viaje por Levante, entre julio y agosto del 2001


8.Palmira.- Palmira es el milagro de una ciudad colosal levantada en el corazón del desierto, en los confines de los partos; es la historia de la radiante reina Zenobia, viuda del regidor romano Odenato, levantada en armas contra Roma, victoriosa y, al fin,  vencida, sometida y encadenada en oro; es el corazón de una cultura original, con su propia lengua y su arte peculiar; es la plaza alejada que escogió Fakhr ed Din para instruir a sus ejércitos; es el oasis beduino, rara vez regado por las aguas de un cauce al que un socarrón bautizó con un nombre de resonancias andaluzas: el río grande, Wad al Kebir. Palmira es el mito evocador que ha puesto en movimiento a tantos viajeros curiosos. Y hacia Palmira me voy, en una tartana no demasiado incómoda, adentrándome casi trescientos kilómetros en el corazón del desierto de Es Sham. Palmira es también, a estas alturas del año, un horno: cincuenta y dos grados centígrados, a mi llegada, y un crisol, por el reflejo del sol sobre las piedras, que reduce considerablemente la utilidad protectora del sombrero.

Pasando revista al desfile de columnas

 Lejos de las ruinas, contrato a un beduino para que ambos nos acerquemos en camello a pasarles una primera revista. Acaso sea bello il passo del camello, pero no es cómodo, y menos con semejante solanera, de modo que, dada una primera gira, me acojo a la menguada sombra del viejo serrallo, que hace de museo etnográfico, en donde su hospitalario director me ofrece un té reconfortante, a la espera de que llegue el custodio que permite el acceso al templo de Bel-Shamin. Visita hoy también las ruinas una muchacha rellenita y coloradota, de Vancouver, que trabaja en un hospital de Abu-Dabi. Encontrar a un occidental es casi como dar con alguien de la familia, de modo que trabamos una conversación amena y divertida. Mi amiga canadiense se interesa por mi salud y se empeña en que me tome una naranja, que devoro, por más que no esté nada fresquita, para reponer azúcares. El templo, grande, pero no tanto como el que se alzó en el Haram esh Sharif de Jerusalén, lo recuerda, por la columnata cuadrada y la edificación central, aunque hubiera diferencias sustanciales.

El templo de Baal Amín, en Palmira

Asombra que, pasados tantos siglos, quede aquí tanto en pie. Huyendo del calor abrasador, ya mediada la tarde, me dirijo a un chiringuito en el que venden objetos beduinos, más o menos artísticos, y ofrecen algo de comer. Cuando estoy terminando, se sientan en una mesa contigua como media docena de muchachos a los que mi aspecto llama la atención. Al poco, uno de ellos, más resuelto, me pregunta si hablo inglés. Le contesto que lo chapurreo, y trabamos una conversación, que se extiende casi dos horas. En este infierno de calor, además de las ruinas y los beduinos, hay dos cosas que no están a la vista: una base aérea y una cárcel de alta seguridad que, a lo que me parece, debe ser la antesala del averno. Mis interlocutores, me cuentan, son hijos de oficiales de la base. Son chicos educados, acaso más que la generalidad de los españolitos de su misma edad. Casi todos quieren estudiar carreras técnicas, y todos tienen puestos sus ojos en emigrar a Occidente. Yo les procuro desencantar, que ni es oro todo lo que reluce, ni en Occidente se atan los perros con longaniza; que lo que corresponde es levantar la propia patria, no emigrar a la ajena. Pero no hay manera: las imágenes remotas de un paraíso alcanzable –entre ellas, el recuerdo acariciado de Al Andalus, la conciencia de las propias carencias y limitaciones, la certeza de que Europa es un campo feraz propicio a ser arado y sembrado por el labrador que más se esfuerce- pueden más que cualquier razonamiento. Se tienta como en ningún otro sitio lo que es ese efecto llamada del que hablan los políticos, la piedra imán que atrae a una inmigración imparable. Me despido de mis amables contertulios y me voy, por primera y única vez en este periplo, a un hotel de calidad. Uniformada recepcionista que habla buen inglés, ascensor que sube y baja –en otros hoteles también los había, pero varados en la planta baja- y una habitación muy digna, con aire acondicionado, baño limpio y televisión por satélite. Hoy me voy a dar el gustazo de dormir cómodamente, para levantarme muy a primera hora.

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