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Publica la Asociación Cultural "Rastro de la Historia".

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El Rastro de la Historia. NÚMERO OCHO

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entre el Jordán y el Eúfrates:

notas de un viaje por Levante, entre julio y agosto del 2001


1.- Harissa, Biblos, Trípoli.- Mis amigos los porteros de los lazaristas no quieren cobrarme por haber pernoctado en lo suyo, de modo que les dejo una contribución más o menos equivalente a lo que, en mis cálculos, me habría costado un hotel de precio medio. Misa en Beirut, copioso desayuno por cuenta de mi amigo, y parto hacia el norte, en un autobús regular, por la carretera que bordea el mar, con destino a Jounieh, en donde hace unos años hubo una matanza de cristianos, al estallar una bomba durante la celebración de la Misa. A poco de salir de la ciudad, cruzo Nahr el Kalb, el Río del Perro: un enclave que la Historia ha destinado a ser campo de batalla, en el que los combatientes han venido dejando testimonio de sus hazañas, desde las inscripciones antiquísimas de los faraones egipcios, hasta las recientes, de las milicias del Kataeb libanés, pasando por las que hacen memoria de las batallas que lidiaron Nabucodonosor, los asirios, los griegos, Caracalla, los árabes, los franceses, los británicos. Desde Jounieh subo hasta la hermosa y arbolada montaña en que se levanta la enorme imagen de Sida María Harissa: la Virgen del Líbano.
 

Crecí como un cedro del Líbano, como el ciprés en las laderas del Hermón: Eclº. 24, 1 - 34.

En la montaña, sobre Jounieh, en medio del bosque tupido, se alzan el templo y la imagen de Sida Maria Harissa.

 Bajo en el teleférico, con una familia saudí, que hasta aquí, a ver a la Virgen, se acercan también los musulmanes. No se cuánto cuesta el ticket del descenso y cuando le pregunto al amigo saudí, en mi árabe suai suai, él se monda de risa, al escucharme decir flus por dinero. -¿Dónde has aprendido árabe?, me pregunta. Por lo que parece, flus se utiliza tan solo en la lengua clásica, y lo que corresponde decir en tono coloquial es masari. Algo nuevo que he aprendido. Durante el descenso, en la cabina, indaga mi procedencia: -la remota España. -Qué lejos. Una furgonetilla me lleva hasta Biblos, Djbeil, en árabe, la Gebal de la Biblia. Como el vehículo sigue trayecto hacia el norte, le pido a una pasajera que me diga dónde debo bajar, y así lo hace, gentil. Biblos es un pueblo veraniego atrayente. Las playas, los chiringuitos, la gente bañándose, evocan cualquier plaza de veraneo de la Europa mediterránea.

Biblos: tumbas fenicias, teatro romano, muelle evocador de singladuras remotas.

Las casas de piedras vetustas, el adoquinado, han sido cuidadosamente conservados y restaurados, y albergan un moderno y limpio zoco con cantinas, pizzerías, tiendas de artículos deportivos, naúticos, de recuerdos. Paso primero por las excavaciones: los vestigios del templo de Baal, las tumbas de los reyes fenicios –la más importante, la del rey Hiram, el que suministró a Salomón los cedros para la construcción del templo de Jerusalén, está en el Museo Nacional de Beirut, el teatro romano –pequeñito y que tiene como fondo de la escena el muelle desde el que se embarcarían aquellas naves marineras que llegaron hasta las Casitérides, pasando por Cartago, y por Cartagena y por Cádiz, claro. Y entro luego en el imponente castillo que construyó Raimundo de Tolosa, Conde de San Gil, que domina las ruinas y se alza sobre la bahía. El castillo está bien conservado, con un complicado juego de escaleras interiores que, en alguna esquina, traen a la memoria los grabados de Piranessi.

Los pedruscos venerables del castillo que alzó aquí el vencedor de la remota Toledo.

Y qué personaje este Raimundo de Tolosa: veterano de la toma de Toledo, a las órdenes de nuestro Alfonso VI de Castilla, esposo de su hija, la Infanta Elvira, que madrugó en acudir a la primera cruzada, vencedor en Dorileo, en las Puertas Cilicianas, en Antioquía, en Trípoli y aquí, Qué personaje él y qué carácter el de nuestra Doña Elvira, recia castellana de Laodicea durante las ausencias guerreras de su marido. Tras girar visita a la iglesia de San Juan Evangelista, una preciosa capillita románica, que podría estar en cualquier lugar de Europa, me tomo una pizza con jamón –otro signo de identidad, en estos pagos- a la sombra de la tiendecita que regentan unos muchachos, que ocupan así su ocio estival lucrativamente, según me cuentan –fenicios son- a la espera de que se reabra el curso académico. Una buena caminata bajo el sol vespertino me lleva hasta la parada de autobuses que me dejarán en Trípoli, donde está Al Qala´ Sanyel; es decir, el castillo del conde San Gil, que también alzó el bueno de Don Raimundo, en donde nació su hijo Alfonso-Jordán, bautizado así en recuerdo de su abuelo, el rey de Castilla. Aunque no he pasado ninguna frontera, es como si otra vez hubiera cambiado de época. Trípoli, también víctima de la guerra, no se ha rehecho. Las casas bombardeadas por doquier, siguen abrigando población entre sus escombros. Las banderas verdes y negras, que ondean con lemas del Corán, advierten que esto es otra cosa. Siguiendo las indicaciones que me han dado, me acerco al llamémosle palacio episcopal, en donde me recibe un muchacho, seminarista, que se empeña en que espere al vicario diocesano. Yo lo que quiero es encontrar hotel, pero cualquiera deja tirado a este chico, tan amable y deseoso de conversación. Llega al fin el señor vicario, acompañado de su mujer, que para eso es maronita. Es, para mi, desacostumbrada la situación de que estar charlando con un sacerdote mientras que su señora evoluciona por la casa, poniendo a punto la colada. Según me han contado, esto de que se puedan ordenar los varones casados, como sucede en la iglesia maronita católica, trae consigo no pocos problemas; y es que si el sacerdote es consecuente, suele ser padre de bastantes hijos, y para mantenerlos con dignidad, precisa de unos ingresos, que, si él está dedicado por entero a su labor sacerdotal, no pueden salir de otra fuente que de las arcas diocesanas, lo que obliga al obispo a hacer unos equilibrios económicos nada fáciles, y a disponer de unos fondos que no se llevan nada bien con la pretensión de que la Iglesia viva en pobreza. Doy con mis huesos en uno de los, al parecer, más recomendables hoteles de Trípoli. Aunque la energía eléctrica llega a otros barrios, no al de este hotel, de manera que tengo que cenar a la luz de un quinqué –al candil, en árabe, que no es nombre difícil de recordar- y lo hago en compañía del único otro ocupante del hotel: un japonés al que la ingesta de la cerveza que trajo de Beirut ha hecho muy simpático y comunicativo. Por la calle pasan furgonetas descapotadas, con jóvenes barbudos al descubierto, que llevan cintas verdes rodeando sus cabezas, que agitan armas y dan gritos. Supongo que celebran algo, pero no logro saber qué. En semejante escenario, cuesta conciliar el sueño.

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