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El Rastro de la Historia. NÚMERO OCHO

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entre el Jordán y el Eúfrates:

notas de un viaje por Levante, entre julio y agosto del 2001


31. Baalbek, Reirut.- Mi objetivo es, ahora, viajar hacia el Líbano, para luego volver a entrar en Siria, con dirección hacia Antioquía. Abandono mi limpia residencia de los franciscanos damascenos, en la intención de visitar Baalbek, el monumental complejo de templos de la Ciudad del Sol. No es sencillo ir, y menos si se considera que todo el camino discurre por el valle de la Bekaa, encajonado entre las cordilleras del Antilíbano y del Líbano, donde se encuentran los campamentos de la milicias de Hezbollah y donde están desplegados buena parte de los treinta y cinco mil soldados que constituyen el ejército de ocupación sirio. Pero tampoco hay que exagerar el riesgo: la situación es de equilibrio precario, pero no de guerra. Lo más seguro es desplazarse en un vehículo sirio, para lo que me dirijo al estacionamiento Baramke, en donde contrato mi viaje con un conductor que sólo saldrá cuando encuentre otros cuatro pasajeros. Al poco rato llega una pareja de mediana edad, ella velada. Como, según he leído, es gravemente ineducado dirigirse a una mujer a la que no se conoce, especialmente si lleva velo, me dirijo al varón, en francés. Él me dice no saber francés, ni inglés, pero me propone que hable con ella, que es su hermana, que se defiende en aquella lengua y que es, no él, quien va a viajar hacia el Líbano. Mi intención es que, con tal de no esperar, paguemos ella y yo las plazas vacías de los otros tres viajeros que no acaban de llegar, y ella querría hacerlo así, pero no es posible, que no lo permiten las absurdas reglas del gremio de conductores. Horita y media, casi dos, bajo un sol tórrido, esperando a que lleguen nuevos pasajeros, que llegan, al fin. Durante el viaje, continúo la conversación con mi velada acompañante. Ella es de Baalbek, precisamente, aunque vive en Siria. Vuelve a su pueblo de origen para asistir al funeral de su madre, que ha fallecido hace unos días, pocos meses después de que muriera su padre. Está separada del marido y tiene un solo hijo, que vive en Chipre. Me habla de sus planes de establecerse en esa isla y de las dificultades de hacer frente a la vida una mujer sola, en un país como Siria. La frontera con la república del Líbano está custodiada por el ejército del Líbano, pero, tras franquearla, a muy pocos kilómetros, se encuentran ya controles militares sirios. Si no fuera porque el diablo las carga, nadie tendría recelo de este ejército de aspecto desaliñado, con uniformes y armamento muy viejos, con cascos a la usanza británica: los mismos que llevaban los soldados de Montgomery. Otro control sirio, uno de Hezbollah, con uniformes algo menos añejos, y ya estamos en Ballbek. El pueblo está bajo el control de las milicias chiítas, que hasta tienen algo así como un pabellón de propaganda, con carteles, altavoces, un par de maniquíes de soldados y un misil de guardarropía, al pie de la entrada de las ruinas, custodiada por milicianos de aspecto tan feroz como poco marcial. Ballbek es impresionante. Son colosales las dimensiones de este complejo de templos que la madre Roma levantó aquí, en los confines de su imperio. Hay que verlo para creerlo. Y cuesta entender que se hayan podido mover piedras de las magnitudes de las que estoy viendo, con los medios técnicos de hace veinte siglos.

Baalbek: la grandeza incomprensible de Roma, hoy en el corazón de la milicia chiíta.

Muy pocos son los visitantes: entre ellos, una pareja de españoles, él de Valladolid, ella segoviana, de Carbonero Mayor. -¿Qué harán aquí estos dos?, me pregunto. -¿Y qué hago yo?, me contesto. Dejo atrás la iglesia maronita, que por muy controlada que esté la zona por los musulmanes, permanece abierta al culto, y monto en la furgoneta que conduce un islamita libanés, con intención de llegar hasta Beirut. Descollada la elevada cordillera -alta, hermosa, famosa por sus cedros, pocos hoy, salvo en Bcharré, y tan elevada como para que funcionen aquí, durante meses, numerosas estaciones de esquí- y superados algunos controles del ejército del Líbano, que miran con detenimiento la documentación de mi conductor, llegamos a Beirut. Se tiene sensación de no haber viajado en el espacio, sino en el tiempo: tal es la diferencia entre las zonas musulmanas y las zonas cristianas. Beirut, ciudad destrozada por la guerra, está renaciendo como fénix, gracias a la ayuda internacional y a la acción de Solidère, la Sociedad Libanesa de Desarrollo y Reconstrucción: un consorcio empresarial privado que se encarga de replantear, restaurar y reedificar la ciudad. Aunque todavía se vean edificios destruidos por las bombas, aunque la vida no sea fácil, aunque la tasa de desempleo sea elevada, aquí el ambiente es otro: las calles están limpias, los semáforos funcionan, y se percibe una actividad económica e industrial que en otros sitios no he visto. En algunas zonas de Beirut, particularmente en las que se encuentran al este de la antaño infranqueable línea verde, se diría que estamos casi en Europa, salvo porque –en contra de las informaciones recibidas- son pocos los que hablan francés o inglés. Tengo propósito de visitar a un amigo, que vive aquí desde hace cinco años, y la indicación que traigo es la proximidad a l´eglise de Saint Nicolas. Pero es empeño inútil: nadie la conoce, ni guardias, ni porteros, ni taxistas, salvo uno, que resulta llamarse Noulah, y que sabe que su nombre, en francés, equivale a Nicolas. Vamos, que lo que estoy buscando es la Kinise Mar Noulah. Con este dato, ya consigo atinar con el templo, y con él, localizo la casa de mi amigo. José-Antonio lleva residiendo en el Líbano cinco años, trabajando al servicio de una ONG de la Unión Europea, en la tarea de ayudar a los deportados de la guerra y reconstruir el Líbano. Buen conocedor de la zona, es interesantísima su conversación. Se apasiona cuando habla de los árabes: gente de gran corazón, aunque con cierta tendencia al caos. El Líbano está en trance de recuperación, pero la comunidad cristiana está muy disminuida por el enorme número de emigrantes. Se comprende que busquen otros horizontes, pero el equilibrio religioso y hasta político del Líbano requeriría una sólida presencia cristiana que, de seguir disminuyendo la comunidad, puede acabar dando lugar a una situación muy difícil. En comparación con otras, Beirut no goza de muchos atractivos históricos y artísticos, pero es una gran ciudad, moderna y sede de universidades prestigiosas. Me llevan a pernoctar a una residencia de los lazaristas, pero, cuando llego, no hay nadie que me acoja, de modo que me quedo charlando lo poco que se puede charlar con el matrimonio que ocupa la portería, no sabiendo ella más que una poquitas palabras de inglés y él sólo árabe. Al rato se nos unen un estudiante norteamericano que está de paso y otro libanés, que está a punto de terminar Medicina, y que resulta ser militante del Kataeb: el partido del que fue milicia la Phalange. El programa de su partido, dice él, es “decir la verdad, cualquiera que ella sea”, y me parece bien, aunque acaso insuficiente. Poco sé de la política libanesa, pero mi interlocutor se sorprende de que lo sepa: parece que algunos libaneses tienen el complejo de estar en una orilla apartada del mundo. Mi amigo teme que, en la nueva situación política, los militantes cristianos que se oponen a la invasión siria, sean víctimas del propio gobierno libanés, mediatizado por Siria. Parece que el tiempo le va a dar la razón. Llega al fin el encargado de la residencia, me asigna un dormitorio y me voy a dormir, muy cansado.

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