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Publica la Asociación Cultural "Rastro de la Historia".

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El Rastro de la Historia. NÚMERO CUATRO

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..de leche y miel

8, martes: Nazaret- Tabor- Tiberíades.- Muy de mañana salgo hacia el Tabor. Curioso monte éste, en el que la bajada, con el sol, resultará mucho más fatigosa que fue la subida, con la fresca. No es ninguna escalada: sólo el esfuerzo final de remontar doce empinadas revueltas, sobre firme de un asfalto que se recalienta según va avanzando el día. Alcanzada la cumbre, tomo el camino de la izquierda, que resulta ser el que conduce a la iglesia ortodoxa griega, cuya entrada preside un gran cartelón rosado en el que se alcanza a leer: ELLHNORJODOXON PATRIARCJION IEROSOLUMON ISRA METAMORFWSEWS TOU SOTEROS, lo que, en el poco griego que recuerdo del bachillerato, debe querer decir algo así como Iglesia Griega Ortodoxa del Patriarcado de Jerusalén de la Metamorfosis del Salvador, o sea, la Transfiguración, vamos. Intento entrar, pero, como lo están casi siempre las iglesias ortodoxas, la encuentro cerrada. Salto una valla, para acercarme a la iglesia católica sin dar gran rodeo, y ello me da oportunidad de pasar por mitad de las ruinas de la fortificación cruzada, donde los benedictinos, que no son orden guerrera, se defendieron valientemente –lanzas, flechas y aceite hirviendo- de los ataques sarracenos. Llegado a la Iglesia Latina, me encuentro con una nutrido grupo de peregrinos del Ecuador, y comparto con ellos la Misa, entre cánticos guitarreros, muchos de ellos candorosamente familiares. En el Evangelio no dice que fuera aquí, pero es añeja la tradición que sitúa en este monte la transfiguración de Jesús, que se mostró en su Divinidad ante sus escogidos.

La construcción de los cruzados y al fondo, el actual santuario donde se conmemora la Transfiguración de Jesús.

 Luego de despedirme de mis efusivos ecuatorianos, un franciscano polaco me señala Naim, donde el Señor resucitó al hijo de la viuda, y me muestra un arbusto de mostaza, ciertamente elevado: enorme respecto de la pequeñez de sus granos, microscópicos. Un muchacho segoviano, que presta servicio a la Custodia, me invita, afable, a un café. Comparamos la Mujer Muerta con el Tabor, y concluimos que gana aquélla en dificultad, pero éste, en majestad. Hace unos días se celebró aquí la romería de la Transfiguración, con asistencia de miles de peregrinos, la inmensa mayoría, cristianos árabes. Son los palestinos amigos de romerías campestres, y suenan en ellas las gaitas, heredadas de los británicos: gaitas escocesas, claro, no gallegas, que esto no es San Andrés de Teixido. Grato lugar: si no es el Tabor el monte en el que el Señor se transfiguró, merecería serlo. Desciendo, y llegado ya a la falda del monte, en el pueblo musulmán de Al Daburiyya, me para un vehículo bastante desvencijado, que conduce un muchacho judío, al que acompaña un napolitano residente en Minessotta. Me ofrecen acercarme hasta Tiberíades, y acepto de grado. Medio en italiano medio en inglés, hacemos comentarios sobre la situación de Israel: tanto al italiano como a mí nos llama la atención la omnipresencia militar. Es ésta una sociedad espartana, verdaderamente militarizada. Tres años de servicio militar para muchachos y muchachas, mas un mes cada año, ellos hasta cumplir los cuarenta y cinco, ellas hasta cumplir los treinta y tres. Y la sorprendente obligación de llevar el arma encima, con un par de cargadores repletos, mientras se encuentren en situación militar, aunque estén de permiso o vayan de paisano. Es chocante, pero ordinario, ver a muchachos y muchachas permanentemente armados, es llamativo ver a piadosos soldados, tocados con la kipá, que llevan el arma en las inmediaciones de la sinagoga, o a minifalderas con zapatos de tacón, que salen de la discoteca local con el fusil de asalto en bandolera. Llevan el uniforme con cierto desaliño, ellos, a veces, con el pelo descaradamente largo, ellas con detalles de coquetería, sin asomo de rigorismo prusiano, pero con ademán jactanciosamente guerrero. Se ven instalaciones militares por doquier, camiones, monumentos, recuerdos inconmovibles de las repetidas contiendas. Y, aunque no se compartan sus razones o sinrazones, es difícil no experimentar cierta admiración hacia esta sociedad marcial, no sentir alguna simpatía hacia la arrogancia de estos-estas soldados, que se saben milicia de vencedores. Menos admirable resulta la, a veces, tácita, pero siempre presente referencia a la protección que le dispensa a Israel el hermano mayor americano: referencia que, a veces, se explicita en la fanfarronería que queda patente en mensajes como el que luce la camiseta que llevan no pocos muchachos judíos: Do´nt worry, America. Israel is behind you: no te preocupes América, tienes a Israel detrás. Ya en Tiberíades, bajo un sol abrasador, en la ribera del lago de Genesaret, no acabo de encontrar el hospicio de los franciscanos, y me dirijo a preguntar en la residencia de la Iglesia de Escocia. Los hermanos separados no resultan ser nada simpáticos, y apenas me dan indicación, pese a que lo de los franciscanos está a apenas cien metros. Gracias a la amabilidad de un judío, encuentro lo que busco. A la entrada me cruzo con la japonesa de porcelana que encontré en Nazaret. Intercambiamos una sonrisa. Quien me atiende en el convento es un catalán, de Blanes, amable e ilustrado, doctor en Semíticas, casado con una también muy agradable joven árabe. Las veladas con ellos serán muy ilustrativas y amenas. Aunque con origen remoto en la visita que, en plena Cruzada, en 1219, hiciera San Francisco a Tierra Santa, la presencia de los franciscanos trae causa del acuerdo que Roberto de Nápoles y Sancha de Mallorca alcanzaran con el Sultán de Egipto, en 1333, desde cuando se instalaron en el Cenáculo y en el Santo Sepulcro, no sin padecer interrupciones, sufrir latrocinios y encontrar martirio. Conocidas las vicisitudes de su presencia en los santos lugares, no hay palabras para agradecer su labor a los franciscanos. Aquel acuerdo de los Reyes de Nápoles, con la asunción de las cargas económicas correspondientes, dio lugar al derecho de patronato, que hizo suyo la corona de Aragón, y luego la de España: patronato que se concretó en el sostenimiento de los santos lugares, a lo largo de muchos siglos, en el que está la razón del título de reyes de Jerusalén que tuvieron por suyo los de España.  

Agosto del 2000

Jornadas:

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