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Publica la Asociación Cultural "Rastro de la Historia".

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El Rastro de la Historia. NÚMERO CUATRO

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.. de leche y miel

14.- lunes: Jerusalén- Santo Sepulcro –Monte del Templo –En Karem.- No ha salido del todo el sol cuando bajo la cuesta de Getsemaní, cruzo el torrente Cedrón y entro en Jerusalén por la puerta de San Esteban, para, siguiendo la Vía Dolorosa, encaminarme hacia el Santo Sepulcro. Acompaño al sacerdote peruano al que voy a tener la gracia de ayudar a Misa. A hora tan tempranera, las calles de la ciudad están todavía vanas y mudas. Aunque requerimos alguna indicación, no se nos hace difícil seguir el laberíntico itinerario que lleva a nuestra meta. Es imposible entrar sin emoción en el recinto del Santo Sepulcro, por más que las edificaciones sucesivas hayan desfigurado por completo su aspecto, por más que unas y otras confesiones cristianas, que comparten la propiedad del lugar, parezcan haber hecho competencia para levantar obras interiores a cuál más fea y disonante. Acaso esta heterogeneidad se pueda ver como reflejo de la multiplicidad de los cristianos, acaso la oscuridad se pueda ver como característica del estado en que se encuentra la iglesia militante. Para el poco avisado, resulta bobamente escandalosa la competencia pueril entre unas y otras confesiones cristianas. Pero, según me dicen, para mantener la propiedad compartida, son estrictamente necesarios los gestos que la reafirman. Y de ahí los barridos que cada confesión hace después de pasar los ministros de la otra, de ahí la división en unas y otras zonas de las naves, sin poder pisar los fieles de unos los terrenos que son exclusivos de otros. Se diría que son –somos- niños maleducados, riñendo neciamente por demostrar quién quiere más a Papá. Terminada la ceremonia que estaban celebrando los ortodoxos cuando nosotros llegamos, revestido mi amigo en la sacristía, nos introducimos en el edículo del Santo Sepulcro, casi a gatas, que la entrada es angosta. Ni él ni yo estamos delgados, y no cabe nadie más. La emoción es intensa. Celebrada la Misa y dadas gracias, festejamos el evento desayunando en un figón musulmán, que ha levantado el cierre no hace mucho, en el que se ofrecen productos más dulzones que lo que preferiría nuestro paladar y aconsejaría nuestra dieta, servidos con menos pulcritud que la que demandaría el sentido de la higiene. Pero a buen hambre, no hay pan duro, ni dulce. Y, como dice el ripio de Campoamor, si quieres ser feliz, como me dices, no analices. Es de ver la sotana y la teja, en medio de tanto musulmán con kefiah: unos desayunando té, otros fumando su primer narguileh. Nada desentona en el mosaico de Jerusalén. Mi acompañante no conoce la ciudad a fondo, pero sí más que yo, de modo que, para esta primera aproximación, cuento con guía.

 El sepulcro vacío

Atravesando el barrio judío, pasadas las ruinas de la Iglesia cruzada de Santa María de los Alemanes, llegamos al Muro de las Lamentaciones, que, posiblemente con más propiedad y menos galicismo, los hispanoamericanos llaman de los Lamentos. Llegamos en el momento oportuno para asistir a la celebración de varias ceremonias de Bar-Mitzvá: unas de muchachos askenazim, otras de sefaradim. ¿Fue el Bar Mitzvá del Niño Jesús aquella ocasión que cuenta San Lucas, cuando leyó la Ley en el Templo, ante los doctores? La fiesta celebra que el jovencito se convierte en “hijo de los mandamientos”, y tiene algo de paso a la edad adulta, de reconocimiento del uso de razón, de alguna manera, como nuestras primeras comuniones. La celebración es la misma en uno y otro rito, pero el de los sefaradim se siente más nuestro, con tambores, címbalos y bailes, con melodías que se perciben, aunque lejanamente, familiares.

El Muro de los Lamentos, el Monte del Templo y, al fondo, el alminar que se levanta donde estuvo la Torre Antonia.

Subimos, a continuación, al Haram Esh-Sharif, por la rampa que lleva a la puerta de los mogrebíes. Superado el control exhaustivo que se hace antes del acceso, a mitad de la rampa, vemos que en la puerta hay cierto revuelo. Unos musulmanes, un grupo de más edad y otro de menos, la emprenden entre sí a pedradas, la piedra más pequeña, como una sandía. No es cosa de seguir avanzando en dirección a la pedrea, incomprensible, por otra parte. El policía israelí más cercano a la puerta huye a escape. Finalmente el grupo de los de más edad se retira, para internarse en la mezquita de Al Aqsa. Y ya sin moros en la costa, entramos en paz. Mientras mi amigo, incumpliendo la prohibición de rezar que se impone a los no musulmanes, se entrega a la lectura del breviario, yo paso a visitar El Aqsa, cuyo mayor interés es, para mí, que se ubica en donde estuvo la casa maestra de la orden del Temple. Las naves, amplísimas, son completamente nuevas, como también lo son las columnas, de mármol de Carrara, regaladas por la generosidad de Benito Mussolinni. Como no voy a ser menos incumplidor que mi amigo peruano, aprovecho para rezar un padrenuestro al Dios Único, Trinidad de personas. Visito luego el Domo de la Roca, erróneamente llamado mezquita de Omar. No se si las alfombras de El Aqsa son nuevas, o si las limpian con mayor pulcritud, pero allí no huele mal, mientras que el Domo de la Roca, hermoso, por otra parte, despide un tufillo a ácido láctico penetrante e inolvidable, poderosamente evocador del Cabrales de mi Asturias familiar: no queda nada de la fragancia de rosas con que es fama que Saladino roció el edificio cuando arrebató Jerusalén. Esta que está bajo la cúpula del Domo, ¿fue la piedra del sacrificio de Abraham? No lo parece. Sí es, probablemente, la cueva que estaba en la era que David compró al jebuseo Araunas. Y no es poco. ¿Estaba el Santo de los Santos del Templo ubicado sobre esta roca? Nadie lo sabe. Según las conjeturas, el espacio de Haram Esh-Sharif coincidiría, aproximadamente, con el atrio de los gentiles, mientras que el recinto al que sólo tenían acceso los israelitas estaría en el centro de aquel espacio, orientado hacia el Templo propiamente dicho, donde estaban el Santo y el Santo de lo Santos, y éste daría, más o menos, hacia lo que hoy es el Muro de los Lamentos. Así pues, si no estaba aquí el Sanctasanctorum, cerca le andaría. Tan incierto es el asunto, que muchos judíos creen que no deben pisar la explanada del Templo, para evitar hollar el lugar sagrado. Saliendo de la ciudad vieja, con la ayuda de un amistoso palestino, tomamos una furgoneta colectiva árabe que nos conduce a En-Karem: el pueblo en el que, según la tradición, apoyada en algunos apócrifos, estaba el domicilio de Zacarías e Isabel, donde habría nacido San Juan Bautista, donde la Virgen se entrevistó con su prima y tuvo lugar ese elevadísimo diálogo de comadres que recoge San Lucas en la Visitación y el Magníficat. En el lugar en que se conmemora el nacimiento del Bautista nos reciben dos franciscanos: uno, argentino, otro, de Orense. En el templo se les quiere colar un perro, y no es oportuno que un seguidor de San Francisco la emprenda a palos con un hermano animal, por lo que el paciente fraile gallego se limita a asustarle golpeando el suelo con una vara, y consigue su propósito. Tras considerar lo que allí se conmemora, y comprar unos tomates y unas ciruelas que nos servirán de comida, remontamos la cuesta que sube al otro templo, en el que se celebra propiamente la Visita. Compartimos la cuesta con unos peregrinos de Burkina-Fasso, que se ven gratamente satisfechos cuando descubren que balbucimos algo de francés y que conocemos algo de su país: el nombre de su capital, por ejemplo. Lo que ellos saben de España no es mucho, ni atinado: suponen, por ejemplo, que los pastores de Fátima eran españoles. Les acompaña un sacerdote de su nacionalidad, joven y servicial, que se retrasa en la cuesta, para acompañar a los de edad más avanzada. Muchas de las peregrinas visten ropas estampadas con motivos alusivos a su calidad de cristianas. Y todos, con mayor o menor energía, que hace falta fuelle, acompañan la empinada subida con cánticos, que –sin comprenderlos- nos parecen medidos y cadenciosos. Tras la visita, a la puerta del templo nos atiende solícito un fraile texano, que dice sentirse más mexicano que norteamericano, y que nos da unas buenas indicaciones sobre cómo regresar a Jerusalén, que se complementan con otras que nos hace luego un vendedor de helados, que resulta ser sefardí, procedente de Grecia, y que habla ese hermoso ladino, judeo–español, que tiene tanto de castellano fósil. Es llamativo, pienso en el viaje de retorno, que estos judíos, muchos procedentes de Castilla, pero también otros de Cataluña, hayan conservado como lengua familiar el castellano, pero ninguno el catalán.

Agosto del 2000

Jornadas:

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