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Publica la Asociación Cultural "Rastro de la Historia".

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El Rastro de la Historia. NÚMERO CUATRO

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.. de leche y miel

17, jueves: Belén.- Se ha ido formando en la Maison d´Abraham un grupo espontáneo, multirracial, internacional, pluricultural y francamente  irregular. La monja venezolana: postuladora de las causas de los santos, campechana y teóloga; el bretón: pintor de iconos, reverente y taciturno; el provenzal: profesor de música, llano y devoto; el marsellés, tatuado, de salud quebrada y mirar dolorido; la camerunesa: ejecutiva de banca, admirada y extática; la chilena: maestra, ingenua y espontánea; yo mismo. Hoy nos proponemos acompañar al cura peruano a Belén, que tiene reservada hora para celebrar Misa en la Gruta de la Natividad. Como nadie anda sobrado de cuartos, bajamos a pie Getsemaní, para cruzar, una vez más, el Cedrón, atravesar la ciudad y –saliendo por la calle Wad el Tariq, que según Runciman, cuando las Cruzadas, se llamaba calle de los Españoles- ganar la puerta de Damasco, en donde tomaremos un autobús árabe, que nos dejará en Belén, casi al otro extremo de la plaza en donde se encuentra la Basílica. Entramos por la puerta diminuta, sucesivamente estrechada, por efecto de las consecutivas adversidades padecidas por el templo. Cuando llegamos, la Gruta, de propiedad compartida, está ocupada por los ortodoxos, que celebran su liturgia, y luego celebrarán los armenios. Nosotros aprovechamos el intervalo para visitar la iglesia católica contigua, de Santa Catalina, y la cueva en la que es tradición que San Jerónimo llevó a cabo la traducción Vulgata de la Biblia. Y bajamos por fin a la Gruta, en donde los armenios están finalizando su celebración. Los cantos litúrgicos armenios, como los griegos, me parecen, por cierto, más viriles y graves que los que se suelen escuchar en los templos católicos. Acaso reciba mi impresión del hecho de que quienes canten sean varones de voz solemne y no bienintencionadas adolescentes. Nos advierte un franciscano que, antes de nuestra celebración, tendremos que esperar a que se practique el rito de purificación. Y otra vez, como en el Santo Sepulcro, tiene lugar la cabriola pueril de las escobas y los incensarios, para dejar patentes los derechos de cada cuál, que no en vano Gironella consideró escandalosa.

Una estrella de plata del Perú, regalada por Felipe II, conmemora el nacimiento de Jesús

 Celebrada la Misa, con toda la devoción que permiten los cánticos superpuestos de unas y otras confesiones, y el tránsito, tan tiernamente devoto como inoportunamente alborotador, de graduales hileras de peregrinos, tras unos instantes en el templo vecino, católico exclusivo, mas sosegado, salimos en busca de un almuerzo reparador. Lo hallamos –shewarma y falafel, cómo no- en el boliche de un musulmán, largo de simpatía y corto de pulcritud. Invitamos al celebrante a la económica colación y marchamos hacia la Gruta de la Leche, en donde es tradición que la Sagrada Familia reposó camino de Egipto: llena de imágenes candorosas. Nos saluda, a la salida, el que ejerce de guardián del lugar: un locuaz franciscano neoyorquino. Al regreso, por buen oficio de nuestro amigo bretón, antiguo alumno de los salesianos, subimos a la azotea del centro académico –colegio y escuela técnica- que estos tienen en Belén. Espléndida vista de la ciudad la que desde allí nos enseña un salesiano italiano, cortés y entregado. Y regresamos a Jerusalén, superando los controles de la policía israelí, que se ceba con los vehículos con matrícula árabe. Aprovechamos la tarde para pasar, de nuevo, por el Santo Sepulcro, y reparo en detalles en que no me fijé en mi primera visita: el omfalos: el ombligo del mundo, según los ortodoxos, ubicado a mitad de camino entre el lugar de la crucifixión y el Santo Sepulcro, la capilla de Adán, en donde estuvieron los sarcófagos, en mala hora aventados, de los reyes latinos de Jerusalén, los hermosos mosaicos bizantinos, la capilla copta, el edículo que marca el lugar hasta el que se acercaron las santas mujeres, el “calabozo de Cristo” griego, la capilla de los francos. Me encuentro de nuevo con la delicada japonesa a la que me he venido encontrando en cada rincón de Galilea. Esta vez, tanto ella como yo nos saltamos a la torera nuestros respectivos protocolos nacionales y decidimos presentarnos, naturalmente en inglés -el suyo mucho mejor que el mío. Ella se llama Haarko y es de Nagaano, la ciudad de los juegos olímpicos de invierno; pertenece a una familia de añeja tradición cristiana; es la primera vez que visita Tierra Santa, y ya conoce España, en donde ha peregrinado, en Navarra, el castillo de Javier: tierra, para ella, tan santa como ésta, me dice, que San Francisco Javier fue su padre en la fe. Nos despedimos con corteses reverencias. En la marcha de retorno a nuestro albergue de Ras el Amud, charlo con el amigo bretón, que presume de lengua propia, de gaita y de celtismo. Gato escaldado que soy, me atrevo a prevenirle contra el vicio de subrayar las diferencias regionales, en detrimento de las afinidades que cohesionan la vida de una nación. Maldita la broma del tipismo regionalista, le digo, si acaba convirtiéndose en un campo minado tan grave como el de las Vascongadas. Los bretones, me asegura él, no están en ese caso. A mayor conciencia regional bretona, mayor patriotismo francés. Son los desarraigados, advierte, quienes no sienten su región, los que tampoco aman a su patria grande. Si es así, felices ellos, y lástima que no sea así también en otras latitudes. A la cena, charlo con un matrimonio sudafricano. Son cordiales e ilustrados. Él, de raza negra, ella, blanca. Habrán pasado días duros, imagino, cuando el apartheid. En su país cooperan con el Opus Dei, me confían. Le tomo luego a él, con su cámara, una foto nocturna, con la ciudad de fondo, que hubiera también deseado para mí, si mi cámara fuera de mejor calidad que la que llevo. Le pido que me recuerde cuando vea esta foto, que pronostico buena. No me canso de mirar a la ciudad, desde la estupenda plataforma que es el jardín de la Maison d´Abraham. Una y otra noche paso allí el tiempo, como embobado, acariciando con la mirada la silueta de la ciudad santa. Esta noche me acompaña Khalil, un profesor de la escuela técnica de Nazaret, árabe, cristiano. Y me cuenta, como me contó el amigo de Belén, las dificultades que atraviesan los cristianos de esta tierra. Verdaderamente, es conmovedora su entereza, y es poco el apoyo que se les preste.

Agosto del 2000

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