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  HOMENAJE AL CACIQUE DESCONOCIDO

Estamos muy contentos. Advertimos cómo se multiplican los homenajes y las glorificaciones. Aquí no ha pasado nada; aquí nadie ha roto un plato. La Dictadura fue un capricho, porque España estaba mejor de lo que quería antes del 13 de septiembre, admirablemente gobernada, con un paraíso en Marruecos, sin saber en qué invertir sus cuantiosos superávit ni dónde enterrar los muertos de los crímenes sociales.

Aquella política de la Feliz Arcadia vino a ser interrumpida por la Dictadura, y, claro, los pobrecitos, que nos habían hecho tan felices, se quedaron al margen de toda actuación.

Fueron unas víctimas ingratamente inmoladas, que ahora se levantan de sus sepulcros para demandar los homenajes que les son debidos y para que se les entregue nuevamente el manejo de la Nación.

Todo eso nos parece admirable; pero hay que convenir que los más sacrificados fueron los pobres caciques, tan bondadosos, tan paternales, que perdieron sus Ayuntamientos y se vieron privados de sus humanitarias y patrióticas expoliaciones.

Como son tantos, no será posible glorificarlos y homenajearlos a todos.

Nosotros proponemos que, sin perjuicio de los homenajes parciales que a cada uno se le vaya tributando a medida que se reintegren a sus funciones, se organice un solemne homenaje nacional al cacique desconocido.

Se tomará un cacique cualquiera, se le inmolará, con todos los honores correspondientes a su elevada significación, y se le depositará en un mausoleo costeado con los superávit que dejan en las arcas municipales los Ayuntamientos de la oprobioso Dictadura, para que así queden otra vez limpias y con déficit.

Sobre ese mausoleo penderá una gigantesca lámpara, a la que servirá de alimento el sudor del contribuyente.

Y todos los años desfilará el país para que no se olvide que el cacique es inmortal y que, por mucho que se le machaque, revive apenas encuentra ocasión para sacar cabeza.

Es necesario fomentar las glorificaciones, y no hay motivo para excluir de ella al más simbólico de los personajes políticos.

La Nación, 10 de febrero de 1930.


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