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AQUÍ ESTÁ AZAÑA

Sucedió lo que tenía que suceder. Las derechas –Acción Popular sobre todo– cubrieron las paredes de toda España con millones de carteles horribles. Convendría que los técnicos de la C.E.D.A. pensaran si ese alarde fanfarrón de dinero no le habrá ganado la antipatía de algunos millares de electores; es decir, si la fatuidad publicitaria no habrá sido contraproducente. De todas maneras, nadie ha disentido de este parecer: la propaganda de las derechas ha sido un total desacierto. Al menos, en 1933 se invocaron valores nacionales y religiosos; ahora todo ha sido materialismo: llamadas al egoísmo asustadizo de los pudientes y cucamonas –en falsete– al obrero honrado. Un desastre. Las izquierdas no trataron de competir con aquel frenético lujo. Su austeridad propagandista acabó con resultar simpática, aun para los más alejados de los partidos de izquierda. Así llegó la fecha de las elecciones. La Prensa de derechas redobló la baladronada. Acción Popular, en una última muestra de delirio, cubrió toda una fachada de la Puerta del Sol con el famoso biombo que tardaremos en olvidar. El aplastamiento de las izquierdas era seguro. Y, en efecto, ganaron las elecciones.

Hay que reconocer que, pese a todos sus grandes defectos, el sufragio universal ha dado esta vez considerables señales de tino y justicia: por lo pronto, ha desautorizado de manera terminante la insufrible vacuidad del bienio estúpido; después ha raído del mapa político al descalificado partido radical; en el País Vasco ha puesto freno al nacionalismo, que es, como se sabe, un intento de reintegro a la precultura primitiva; ha señalado la preferencia, en general, por los partidos y los hombres menos frenéticos, y, por último, ha deparado el triunfo a uno de los bandos en tan prudente dosis, que ninguna mitad de España puede considerarse que ha aplastado a la otra mitad. Lástima, y grande, que el resultado de las elecciones en Cataluña anuncie la vuelta posible al camino de la desmembración. Esta sí que es la verdadera zozobra de las presentes fechas. Ahí está el punto por donde, en breve, puede volver a ensombrecerse España.

Pero hablemos de lo de ahora. Con un brío que también sirve de contraste a la flojedad observada por las derechas en 1933, las izquierdas han reclamado la entrega del Gobierno. Y a estas horas está en el Poder un Ministerio presidido por el señor Azaña. He aquí la "segunda ocasión" de este gobernante, anunciada en el artículo que Arriba publicó acerca de él a raíz de su discurso del Campo de Comillas. Grave ocasión, y peligrosa. Pero llena de sabroso peligro de lo que puede dar resultados felices. Por de pronto, hay que señalar esto: el triste pantano cedorradical del último bienio no permitía alimentar a nadie la más leve esperanza, ni el menor interés, ni el más ligero gusto por la participación; aquello era como una muerte lenta y estúpida. Esto de ahora es peligroso, pero está tenso y vivo; puede acabar en catástrofe, pero puede acabar en acierto. Aquí se juega una partida arriesgada y emocionante; allí estaba todo perdido de antemano.

Azaña vive su segunda ocasión. Menos fresca que el 14 de abril, le rodea, sin embargo, una caudalosa esperanza popular. Por otra parte, le cercan dos terribles riesgos: el separatismo y el marxismo. La operación infinitamente delicada que Azaña tiene que realizar es ésta: ganarse una ancha base nacional, no separatista ni marxista, que le permita en un instante emanciparse de los que hoy, apoyándole, le mediatizan. Es decir, convertirse del caudillo de una facción, injusta, como todas las facciones, en jefe del Gobierno de España. Esto no quiere decir –¡Dios me libre!– que se convierta en un gobernante conservador: España tiene su revolución pendiente y hay que llevarla a cabo. Pero hay que llevarla a cabo –aquí está el punto decisivo– con el alma ofrecida por entero al destino total de España, no al rencor de ninguna bandería. Si las condiciones de Azaña, que tantas veces antes de ahora hemos calificado de excepcionales, saben dibujar así las características de su Gobierno, quizá le aguarde un puesto envidiable en la historia de nuestros días. Si Azaña cede a la presión de los mil pequeños energúmenos que le pondrán cerco; si renueva las persecuciones antiguas; si un día destituye a un juez municipal por conservar un retrato de la infanta Isabel, y otro día traslada a un comandante porque su mujer es devota; si volvemos a aquella fiebre, a aquel desasosiego, a aquel avispero de 1931 a 1933, la nueva ocasión de Azaña se habrá perdido ya sin remedio.

LA FALANGE

Nosotros asistimos a esta experiencia sin la más mínima falta de serenidad. Nuestra posición en la lucha electoral nos da motivos para felicitarnos una y mil veces. Nos hemos salvado a cuerpo limpio del derrumbamiento del barracón derechista. Hemos ido solos a la lucha. Ya se sabe que en régimen electoral mayoritario sólo hay puesto para dos candidaturas; la tercera tiene por inevitable destino el ser laminada. No aspirábamos, pues, y varias veces lo dijimos, a ganar puestos, sino a señalar nuestra posición una vez más. Las derechas casi amenazaron de excomunión a quien nos votara. Por otra parte, acudieron a los más sucios ardides: repitieron hasta última hora que nos retirábamos; nos quitaron votos en los escrutinios, hechos sin interventores nuestros... todo lo que se quiera. Con ello, el interés de las elecciones no hace para nosotros más que aumentar: no nos ha votado ni una sola persona que no estuviera absolutamente identificada con la Falange; y aun así, hemos tenido en las nueve circunscripciones donde hemos luchado más de cincuenta mil votos oficiales. Dado que dos terceras partes de nuestros adictos no tienen voto aún, esto quiere decir que la Falange, en dos años de vida, contra viento y marea, cuenta en nueve provincias con un núcleo incondicional de ciento cincuenta mil personas. ¿Podrían muchos partidos decir otro tanto?

Con todo, lo de los votos es para nosotros lo de menos. Lo importante es esto: España ya no puede eludir el cumplimiento de su revolución nacional. ¿La hará Azaña? ¡Ah, si la hiciera!... Y si no la hace, si se echan encima el furor marxista, desbordando a Azaña, o la recaída en la esterilidad derechoide, entonces ya no habrá más que una solución: la nuestra. Habrá sonado, redonda, gloriosa, madura, la hora de la Falange nacionalsindicalista.

(Arriba, núm. 33, 23 de febrero de 1936)


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