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DISCURSO PRONUNCIADO EN EL TEATRO NORBA, DE CÁCERES, EL DÍA 19 DE ENERO DE 1936

Por poco parlamentarios que seamos tiene que sobrecogemos esta coyuntura electoral. Más todavía desde que uno de los ejércitos contendientes, el de izquierda, ha perfilado ya su formación de lucha en el manifiesto reciente. Quienes hayan leído ese manifiesto habrán observado en él cuatro partes: una de puro señuelo electoral, promesas arcaicas de bienandanzas para todos, sin que se diga por qué caminos van a venir esas bienandanzas: rebajas de impuestos, aumentos de escuelas, de hospitales, de obras públicas... Otra, la parte social, conservadora y cicatera; nada de nacionalización de la Banca; nada de nacionalización de la tierra; nada de control obrero... Otra, que es un puro anuncio de guerra civil: represalias, persecuciones, inquisición de la "lealtad al régimen" en los funcionarios... Por último, otra parte del halago al separatismo: será restablecido el régimen autonómico que implantaron las Constituyentes y que ha dado los resultados conocidos.

Con tal espíritu viene el que, bajo el nombre de bloque de izquierdas, es pura y simplemente el frente marxista. Y ante su amenaza, ¿qué es lo que se alinea para afrontarla? Se alinean unas masas cuya única consigna parece ser la del miedo. Ved los carteles por las calles: ."¡Que viene el marxismo!" "¡Que viene el separatismo!" "¡Que viene la masonería!"... En torno de este terror se nos convoca, se nos llama apremiantemente a las urnas, porque hay que salvar a España, en peligro, y a la civilización occidental, en riesgo de hundimiento. Pero ante tales llamadas preguntamos todos: ¿Cómo? ¿Pues no habíamos ya salvado a España y a la civilización occidental en 1933? ¿Es que cada dos años se va a repetir esta broma?

La victoria de 1933 fue una victoria sin alas, porque fue, como la que se quiere obtener ahora, hija del miedo. Los partidos sólo se agruparon por temor al enemigo común; no vieron que frente a una fe atacante hay que oponer otra fe combatiente y activa, no un designio inerte de resistencia. Faltó esa fe en 1933, y por eso las Cortes que se eligieron entonces fueron estériles. Sólo hubo en ellas coincidencias para no hacer. Examinad su obra: el primer bienio había hecho una Ley de Reforma Agraria. Respondía a una tendencia falsa: no creaba patrimonios humanos, familiares, sino que se ajustaba a un patrón colectivista. Era, en algún detalle, injusta. Pero el segundo bienio no la mejoró: la suprimió por completo bajo la púdica envoltura de una reforma. Con la ley de las Cortes fenecidas no se instalará nadie sobre el suelo de España.

Era una congoja –que no se sabe cómo deja dormir a nadie en paz– el paro forzoso. Entre los partidos triunfantes el 33 empezó un pugilato de promesas: uno ofreció cien millones para el paro; otro mil millones. A última hora, cuando apremiaba la proximidad electoral, se hizo una ley contra el paro. Por virtud de ella se están edificando en Madrid más casas de las precisas, con lo que dentro de un año se presentará un paro mucho más duradero, aterrador... Y, además, para el mayor número de obreros parados, que son los campesinos, no ha habido remedio alguno.

Estaba en vigor un Estatuto de Cataluña. Que la Administración esté más o menos descentralizada es cuestión de pura técnica, en la que no se cruza ninguna consideración esencial; lo que importa, cuando se quiere conceder a una región facultades descentralizadas, es comprobar que no hay en ella el menor germen de separatismo. En Cataluña lo había, y la rebelión de octubre vino a ponerlo de manifiesto. Entonces las Cortes disueltas, ¿derogaron un Estatuto que sólo pudo concederse, sin traición, sobre el supuesto de no existir separatismo? No; las Cortes suspendieron tímidamente el Estatuto y los Gobiernos se fueron encargando de restaurarlo poco a poco, para que sirva de instrumento a otra tentativa de secesión.

No se emprendió a fondo la reconstrucción de nuestro Ejército y de nuestras fuerzas navales y aéreas. Nuestra frontera y nuestras costas siguen desguarnecidas y el heroísmo secular de nuestros oficiales y soldados expuesto a la estéril gloria de las empresas desgraciadas.

No se ha reinstalado el sentido nacional y espiritual de la escuela, materializada por el marxismo. No se ha hecho justicia por los sucesos de octubre. El Estado, cobarde y cruel, como todo Estado débil que no se siente justificado, su rigor por el servicio a un gran destino, fue excesivo en la represión con los humildes y claudicante en el castigo de los grandes culpables. Se dijera que los gobernantes, inseguros de su razón y de su permanencia, querían granjearse la benignidad futura de quienes, si ahora eran reos, podían ser jueces mañana. Así, mientras fue ejecutado, tras de saludar a la bandera, el sargento Vázquez, pronto veremos al traidor Pérez Farrás reír sobre la tumba del heroico capitán Suárez, a quien asesinó.

Todo esto salió de las elecciones del 33, aparte de los asuntos turbios que las Cortes dejaron impunes y el aparato de sujeción en que España, sin libertad, ha vivido sujeta, como si se estuviera sosteniendo una comprometida guerra exterior o llevándose a cabo una ingente empresa interna. ¿Se nos moviliza para sacar otras Cortes iguales? Entonces no acudiremos. Para cerrar el paso al marxismo no es voto lo que hace falta, sino pechos resueltos como los de esos veinticuatro camaradas caídos, que por cerrarles el paso dejaron en la calle sus vidas frescas. Pero hay algo más que hacer que oponerse al marxismo. Hay que hacer a España. Menos "abajo esto", "contra lo otro", y más "arriba España", "por España, una, grande y libre", "por la Patria, el pan y la justicia".

Queremos el orgullo recobrado de una patria descargada de chafarrinones zarzueleros: exacta, emprendedora, armoniosa, indivisible; unidad de destino superior a las pugnas entre los partidos, los individuos, las clases y las tierras distintas. La política internacional de España deberá regirse por su interés y su conveniencia, no por presión alguna exterior. Para eso, España tiene que ser fuerte; su Ejército y sus flotas marítima y aérea han de asegurarle en todo instante la independencia y la jerarquía. La educación ha de encaminarse a formar un espíritu nacional fuerte y unido, y a implantar en el alma de las juventudes la alegría y el orgullo de la Patria. Todo lo que sea invocación patriotera sin este sentido, sin este contenido, será una música de charanga con la que unos cuantos privilegiados traten, en vano, de distraer al pueblo para que no se acuerde de su hambre.

El hambre del pueblo: he aquí otra angustia apremiante y a la que España puede poner remedio. La gran tarea de nuestra generación consiste en desmontar el sistema capitalista, cuyas últimas consecuencias fatales son la acumulación del capital en grandes empresas y la proletarización de las masas. El capitalismo –ya lo sabéis– no es la propiedad; antes bien, es el destructor de la propiedad humana viva, directa; los grandes instrumentos de dominación económica han ido sorbiendo su contenido a la propiedad familiar, a la pequeña industria, a la pequeña agricultura... El proceso de hipertrofia capitalista no acaba más que de dos maneras: o interrumpiéndolo por la decisión heroica incluso de algunos que participan en sus ventajas, o aguardando la catástrofe revolucionaria que, al incendiar el edificio capitalista, pegue fuego, de paso, a inmensos acervos de cultura y de espiritualidad. Nosotros preferimos el derribo al incendio, y estamos seguros de que ese derribo –que al alumbrar las nuevas formas de vida colocará a la cabeza del mundo a la primera nación que lo logre– es en España más fácil que en parte alguna, porque apenas tropieza con un gran capitalismo, industrial, que es el más difícil de desarticular rápidamente.

Aquí, con la reforma crediticio, que tiende a la nacionalización del servicio de crédito en bien de quienes lo necesitan, a quienes hay que redimir de sórdidos usureros y bancos suntuosos, y con la reforma agraria, que levantase el tono de vida del pueblo campesino español, estaría casi todo hecho en lo económico.

Explica con detalle la concepción ya conocida de la Falange en orden a la reforma agraria: delimitación de las áreas cultivables de nuestro suelo; reconstrucción de las unidades económicas de cultivo; devolución al bosque y a la ganadería de las tierras ineptas para la siembra, e instalación revolucionaria del pueblo labrador sobre las tierras cultivables.

Por último –dice–, necesitamos justicia, que sólo puede dar un Estado seguro de su propia razón de existencia, de su propia justificación histórica.

Nuestro Estado será más fuerte y menos cruel que el torpe Estado autor de la represión de Asturias; nosotros hubiéramos sido más rigurosos con los jefes y mucho menos duros con los mineros alucinados, cuyo ímpetu magnífico, desviado hacia el error, puede, bajo otro signo, deparar jornadas gloriosas a la revolución nacional de España.

Este es nuestro lenguaje. No vamos por ahí especulando con menudos chismes, sino llamando a lo más profundo de una España profunda y eterna. Sabemos que esta tierra entrañable de Extremadura, labradora, conquistadora y doliente, fértil en vanguardias de camisas azules, entenderá nuestra voz y estará con nosotros.

(Arriba, núm. 29, 23 de enero de 1936)


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