| 
 | EL JEFE QUE SE EQUIVOCÓ Hemos reiterado sin descanso que no nos place el espectáculo de los
        derrumbamientos. No hay, pues, la menor fruición en lo que vamos a decir: hay simplemente
        el cumplimiento de un deber de observadores de la política española, de cuyos desastres
        hay que sacar enseñanzas y escarmiento. ¿Cuántas veces, por otra parte, se habrán
        formulado al señor Gil Robles desde estas columnas, y por boca de hombres de nuestras
        filas, las más cordiales advertencias? La destreza innegable del señor Gil Robles pudo
        ser valiosísima si hubiera ido acompañada de un poco más de audacia. En política
        también lo hemos repetido sin descanso sólo está escrita la técnica para
        las primeras jugadas, para las preparatorias; cuando llegan las jugadas decisivas hay que
        adivinar, saltar a lo imprevisto y hacerlo en el instante exacto. Por eso, los políticos
        geniales se diferencian de los de segunda fila sólo en estas últimas jugadas; hasta
        entonces todos, con un poco de agilidad y alguna información anecdótica, se mueven, poco
        más o menos, lo mismo. ¿Acaso el señor Gil Robles conocía su propia limitación y se asustaba de dar el
        salto decisivo? ¿Acaso no lo ha dado por falta de perspicacia para elegir el momento, o
        de arrojo para la suerte suprema? No se sabe. Lo único cierto es que el señor Gil Robles
        ha malogrado un bello destino y, lo que es peor, ha defraudado las esperanzas de mucha
        gente que le siguió con fe emocionante. Es inútil que la J.A.P. gesticule remedos de
        entusiasmo; por las filas de Acción Popular corre y con razón el desaliento.
        Por otras filas donde se deseó vivamente el fracaso del señor Gil Robles circula, en
        cambio, mal disimulado regocijo. Nosotros estamos bien lejos de regocijarnos. Hemos reconocido siempre en el señor Gil
        Robles cualidades brillantes y, por encima de todas ellas, una acendrada rectitud. Nos
        hubiera complacido mucho haberle visto, para bien de España, por el camino del acierto, y
        conocemos de sobra la penuria de hombres que España padece para desear ni por un instante
        la definitiva eliminación de quien añade, a aquellas dotes sobresalientes, el gran valor
        de su juventud. Pese a todos sus errores, el señor Gil Robles aventaja como valor humano,
        político y aun literario, a muchos de los que con avidez descompuesta se aprestan a
        sustituirle. ¡Lástima que haya desoído los consejos leales de quienes una y otra vez le
        previnieron contra las turbias compañías y contra los perjuicios de entregarse sin tasa
        a un encaje de bolillos de la política que acaba por enviciar en su pequeñez y nubla los
        ojos para la clara percepción de horizontes! "A POR" LOS CIENTO Y PICO Apenas resuelta la última crisis, el señor Gil Robles anunció la publicación de
        un manifiesto y la iniciación de una intensísima campaña de propaganda. El manifiesto
        se divulgó el martes, aunque reducido a la jerarquía de notas acaso para cuando
        estas líneas se publiquen haya visto la luz otro documento más extenso. La
        campaña de propaganda comienza, al parecer, el próximo domingo. Si se lee el manifiesto reducido a nota, se viene en conocimiento de que el señor Gil
        Robles ha venido soportando burlas desde que las Cortes fueron elegidas. Y uno se
        pregunta: ¿ha vivido todo este tiempo sin darse cuenta? Entonces ha sido bien poco sagaz.
        ¿Se dio cuenta, por el contrario, desde el principio? Entonces ha sido bien inhábil,
        puesto que no supo desplegar un juego que neutralizara aquella burla. Si contra las Cortes
        y contra la C.E.D.A. se intentaba una táctica de desgaste, nada peor que admitir un juego
        lento, aliado, por su propia lentitud, de los que apetecían el desgaste. El juego lento
        fue, sin embargo, el escogido por el señor Gil Robles. Diga ahora lo que quiera, las
        Cortes elegidas en el año 33 han sido de una esterilidad memorable. Como los penitentes
        perezosos, han ido demorando un día para otro el poner en orden su conciencia y ahora, a
        la hora de la muerte, es justamente cuando estaban llenos de los mejores propósitos: plan
        quinquenal de obras públicas a beneficio de los pueblos humildes; créditos para resolver
        el paro, dinero para el trigo, protección a los pescadores, defensa nacional... ; todo
        eso iba a hacerse ahora. Pero, claro, los menos exigentes preguntan: ¿y por qué no se ha
        hecho un poco desde 1933? Algo semejante provoca el anuncio de la campaña de propaganda que va a emprender el
        señor Gil Robles. ¿Para qué esa campaña de propaganda?, interrogan muchos. Pues para
        traer diputados en las próximas elecciones. ¿Cuántos? ¿Trescientos? Eso no lo creen ni
        en la J.A.P. ¿Doscientos? Ni por asomo, en las circunstancias actuales. Cien, si acaso, o
        ciento y pico. De todas maneras, menos de los que tenían ahora. De los que no tienen
        todavía. Y entonces nos pone cerco un dilema implacable: o el tener cien diputados no
        sirve de nada o sirve de algo. Si no sirve de nada, ¿para qué darse el trabajo de
        procurárselos? Y si sirve de algo, y aun de mucho, ¿por qué se ha dejado el señor Gil
        Robles desmontar con los que tiene? ¿A qué este extraño placer de dejarse derrotar
        sólo por preparar un desquite? (Arriba, núm. 24, 19 de diciembre de 1935)  |