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EL DIVORCIO

Mientras vamos pensando en elecciones y otras bagatelas, continúa su obra corrosiva de los fundamentos patrios una de las más detestables leyes de las Constituyentes: la del divorcio. Todo iba encaminado en esa ley a dar facilidades; la baratura de las costas, la rapidez del procedimiento (como si no hubiera nada más urgente que disolver a las familias), la multitud de las causas que se pueden alegar y aun la introducción del divorcio sin causa, es decir, por mutuo disenso, por acuerdo amigable adoptado por los cónyuges con la frivolidad con que se decide ir a una verbena.

Todos esos alicientes han producido tal cantidad de pleitos de divorcio como para mover a espanto. Familias de vieja tradición no han reparado a veces en dar el escándalo de promover divorcios. Y otras han llegado incluso a estimular a que lo promuevan gentes de las más humildes y sanas capas populares.

Urge poner coto a esta especie de corrupción, no menos vituperable que la organizada por empresas sin conciencia para alcoholizar a los negros de Africa o a los isleños del Pacífico. Los autores de la ley del divorcio, cautos, sabían muy bien que a las instituciones profundas y fuertes, como la familia, no se las puede combatir de frente, sino que hay que ablandarlas por el halago de la sensualidad y minarlas por procedimientos insidiosos. Así, no se les hubiera ocurrido predicar de modo directo la inmoralidad familiar, pero sí se cuidaron de fomentarla solapadamente con leyes como la del divorcio.

Desde el punto de vista religioso, el divorcio, para los españoles, no existe. Ningún español casado, con sujeción al rito católico, que es el de casi todos los nacidos en nuestras tierras, se considerará desligado del vínculo porque una Audiencia dicte un fallo de divorcio. Para quienes, además, entendemos la vida como milicia y servicio, nada puede haber más repelente que una institución llamada a dar salida cobarde a lo que, como todas las cosas profundas y grandes, sólo debe desenlazarse en maravilla de gloria o en fracaso sufrido en severo silencio.

(Arriba, núm. 16, 4 de julio de 1935)


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