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 | EL 6 DE OCTUBRE, EL ESTADO DE GUERRA Y LA FALANGE (Discurso
        pronunciado en el Parlamento el 25 de enero de 1935.) El señor secretario (ALFARO) dice así: A las Cortes.La prolongación del estado de guerra, en el que,
        teóricamente, son las autoridades militares depositarias de las más delicadas funciones
        públicas, está produciendo un deplorable desgaste en el prestigio del Ejército, no
        porque su actuación desdiga de lo que debe esperarse de él, sino porque, al socaire de
        un pretendido estado de guerra, las autoridades ordinarias están permitiendo uno de los
        más completos períodos de anarquía que se recuerda. Si siempre sería grave semejante
        situación, lo es más cuando, por la prolongación viciosa de un estado de guerra
        equívoco, viene a redundar en desdoro de las instituciones armadas, a las que, o debe
        especificarse de todas las atribuciones precisas, o debe eximirse de toda responsabilidad
        que no sea la suya Por estas consideraciones, los diputados que suscriben tienen el honor
        de proponer a la Cámara, a título de proposición, no de ley, la adopción del siguiente
        acuerdo: "Las Cortes verán con satisfacción el levantamiento inmediato del estado de
        guerra." Palacio del Congreso, 18 de diciembre de 1934.José Antonio Primo de Rivera,
        Ramón de Carranza.Fernando Suárez de Tangil.Domingo Tejera. Santiago
        Fuentes Pila. Romualdo de Toledo.José María Pemán.Abilio
        Calderón.Dionisio Cano López.Siguen las firmas hasta quince. El señor PRESIDENTE: El señor Primo de Rivera, como primer firmante de la proposición que acaba de leerse,
        tiene la palabra. El señor PRIMO DE RIVERA: Acaso desde el punto de vista parlamentario no tenga interés alguno mi intervención
        esta tarde. Mi minoría en el Parlamento es una minoría reducida a su mínima expresión,
        y quizá lo que dice minoría tan diminuta no tenga trascendencia dentro del salón en que
        hablamos; pero si al Gobierno le conviene que se traigan aquí cosas que no interesan
        sólo a través de la visión, siempre deformada, de los que aquí concurrimos casi cada
        tarde, sino que interesen fuera de aquí a una masa cada vez más numerosa, cada vez más
        ganada por el desaliento, el Gobierno debe considerar hasta qué punto es grave que se
        mantenga durante tanto tiempo el estado de guerra. Ya sé que desde que se presentó esta proposición hasta ahora el estado de guerra ha
        sido alzado en media España; pero sigue en vigor en otra media España desde la noche del
        6 de octubre de 1934, y esto, además de implicar todas las anomalías, todas las
        dificultades de que haré brevísima reseña, implica lo cual es más grave, y lo
        puedo decir con la imparcialidad de quien no desempeña ningún papel en el actual drama
        político una equivocación sustancial en el Gobierno. El Gobierno sabe perfectamente hasta qué punto le rodearon todas las asistencias con
        ocasión del 7 de octubre. No hay para qué recordar, porque ya lo he recordado alguna
        vez, cómo incluso el ímpetu joven de las gentes que me acompañan o me siguen fue el
        primero que se manifestó, conmigo a la cabeza, en la Puerta del Sol; pero cabalmente para
        gritar al Gobierno esto: "¡Estáis en una fecha decisiva; tenéis delante una fecha
        decisiva, de las que pueden sacarse consecuencias inagotables para España!" El 7 de octubre se produjo una rebelión. Las rebeliones son siempre el resultado, por
        lo menos, de dos ingredientes el primer ingrediente, difuso, es una inexplicación
        interior, una falta de razón interna en el régimen vigente, en el estado social, en el
        estado político vigente. Tiene que haber eso para que, una rebelión se produzca con
        probabilidades de triunfo; simplemente, para que algunos se lancen a intentar una
        rebelión tiene que haber un cierto descontento una falta de razón vital de existencia en
        el régimen contra el cual la rebelión estalla. Esto es indudable; nunca han estallado
        rebeliones sino contra regímenes que empezaban a caducar. De otra parte, es necesario que
        exista una minoría enérgica que aprovechando, que captando este estado de desaliento,
        esta falta de razón interna de subsistencia en el estado político que pretende atacar,
        se lance al ataque con más o menos fortuna. Pues bien: frente a estos dos elementos que operan siempre en toda rebelión es preciso
        que el Estado que se defiende adopte dos actitudes sucesivas: la primera, la de vencer la
        rebelión de una manera inmediata, de una manera tajante y limpia. Para que esto se
        lograse fue para lo primero que todos requerimos al Gobierno desde estos escaños, desde
        las calles o desde las vallas de la Puerta del Sol: para hacerle ver la necesidad de que
        aquella ocasión de peligro concluyese en una fecha tajante. Hay que conservar el decoro
        histórico de las fechas; hay que conservar la gracia histórica de las fechas. Es
        primordial para un Estado el dar contornos precisos, limpios, cortantes a su actuación.
        Por eso, las fechas que se escriben en las esquinas tienen más sentido que el de
        conservar una hoja de almanaque; tienen el sentido de decir: en este día empezaron y
        acabaron, este día separa dos épocas distintas de la vida de un Estado, de un régimen o
        de un Gobierno. Muy pocos días después se publicó una hoja creo que clandestina, aunque la
        firmaba yo, pero entre otros atractivos de estos días que estamos viviendo está el tener
        que hacer clandestinas todas las hojas, en que más o menos se decía: "Hay un
        riesgo inminente de que esto que ha podido ser una fecha terminante y clara se diluya en
        una sucesión mediocre de fechas cualesquiera; de que esto se nos vaya de entre los dedos;
        de que esta alegría colectiva del 7 de octubre se disuelva en una especie de espera y
        luego de desesperanzas colectivas de todas las fechas que vengan detrás." Así ha
        sido. A este primer deber de terminar tajantemente la rebelión, de ponerle un desenlace,
        no cruel, pero sí rápido y limpio, ha faltado el Gobierno por entero. Si se hubiera
        cumplido ese deber el Gobierno tenía otro: tenía el de contemplar cuáles fueron las
        causas de sinrazón interna, las razones de falta de consistencia, de justificación
        interna, que permitieron que una minoría audaz se lanzase al asalto del Poder. El
        Gobierno debió hacer ese examen de conciencia, como hay que hacerlo siempre al día
        siguiente de vencer, para saber en qué parte podían tener razón los vencidos e impedir
        que otros traten de hacer lo que los vencidos no lograron. Y esto cada día lo hace menos
        el Gobierno; cada día el Gobierno se plantea menos la razón de su propio existir; y al
        Gobierno no se le oculta, porque en él hay muchas personas extremadamente inteligentes,
        no se le oculta que España, desde que existe, es y será siempre un quehacer; que España
        se justifica por una misión que cumplir; que a España no se la puede entregar a
        temporadas inacabables de ocio, de dispersión, de falta de explicación vital. Con España no se puede hacer esto; y en realidad el Gobierno debió percatarse de que,
        quiera o no quiera, es un Gobierno que tiene un origen también revolucionario, y que todo
        el que se lanza a hacer una revolución se compromete a concluirla; lo que no puede hacer
        nunca es escamotearla. Naturalmente, a mí la revolución que trajo al Gobierno, la
        revolución que trajo al régimen del cual es hoy el Gobierno ejecutor, me coge también
        bastante de fuera; pero es lo cierto que el Gobierno suspendió, buenas o malas, todas las
        venas internas que la revolución traía y quiso instalarse en un régimen absolutamente
        falto de todo sentido, y no ya revolucionario, sino conservador; el Gobierno quiso
        instalarse en un conservadurismo que no envidiarían los más plácidos tiempos de todas
        las épocas. Contra esto, naturalmente, vino un intento de golpe que, por fortuna para el
        Gobierno y para todos, se revistió de un carácter antinacional; tuvo la torpeza de
        enarbolar una bandera separatista, con lo cual suscitó una repulsión instintiva, incluso
        en las últimas capas populares. El lado proletario del intento se oscureció con esa
        causa de inhibición; que a cualquier hombre español del pueblo, por muchas propagandas
        intemacionalistas que le hayan metido en el alma, le repele siempre el agregarse a una
        bandera de separación antinacional. Pero, vencida la rebelión, el Gobierno aplaza por días y por semanas y por meses el
        buscarse otro quehacer; el Gobierno se empeña en subsistir puramente conservándose; hace
        destino de sí propio el mantenerse en el Poder; no sabemos para qué; seguramente el
        Gobierno tampoco sabe para qué. Se están ventilando en el mundo y en España algunas cosas de un volumen histórico,
        de un volumen político que exigen a toda costa la atención del Gobierno, y ésta es la
        hora en que no sabemos qué es lo que el Gobierno piensa hacer. Hay dos ejemplos: uno, de
        orden internacional; otro, de orden interno. Ante los dos ejemplos, la inhibición del
        Gobierno es igualmente desconcertante. El de orden internacional lo hemos leído en todos
        los periódicos: tranquilamente, en conferencias públicas de un jefe de Gobierno y de un
        ministro del Exterior, se está organizando la política del Mediterráneo, se está
        disponiendo del Mediterráneo y, como si nosotros fuéramos una isla en el océano
        Pacífico, ésta es la hora en que no tenemos la menor noticia de que el Gobierno se
        preocupe por reclamar un puesto, en nombre de España, para que sea oída en la
        organización y en la política del Mediterráneo. Pero sí esto es el problema más saliente, más sabroso, más picante, en estos días,
        en orden a la política exterior, tenemos en orden a la política interior, un problema
        angustioso e inaplazable, que es el problema del paro obrero. Tenemos setecientos mil
        hombres parados y resulta que frente a la existencia de esos setecientos mil hombres
        parados, que constituyen con su sola presencia una diatriba contra lo que pretendemos sea
        la civilización moderna y occidental de España; contra la acusación viviente de esos
        setecientos mil famélicos, nos encontramos con que se ha desplegado la siguiente
        política de anuncio: la C.E.D.A. redactó un proyecto, o una proposición de ley, porque
        no estaba en el Poder entonces, para que se destinasen cien millones al paro obrero. El
        partido radical dijo: "¿Cien millones a nosotros? Nosotros elaboramos un proyecto
        para que se apliquen mil millones". Pues ni los cien millones ni los mil millones se
        han destinado hasta ahora a remediar el paro obrero. En cambio, ya vamos teniendo la
        consoladora esperanza de que se levanten unos cuantos edificios públicos, quién sabe si
        necesarios o no, para aplacar en parte el problema obrero. Pero ¿es que cree de veras el
        Gobierno que los sucesores inmediatos de los que hicieron la revolución del 14 de abril
        con el anuncio de que iban a implantar un orden social distinto aspecto en el cual
        es probable que incluso los adversarios del sentido político del 14 de abril tuvieran que
        estar conformes, que los que prometieron una organización económica diferente
        pueden contentarse con que se alcen unos edificios públicos y crean que con esto se da
        una solución al problema social? Comprenda el Gobierno que esto, en realidad, no es la
        justificación de un sistema político, que esto no es la justificación de un régimen. Pues bien: a falta de cosa más interesante que tenga ya pensada, el Gobierno prolonga
        indefinidamente la interinidad haciendo habitual lo que es por esencia un instrumento de
        circunstancia: el estado de guerra. El Gobierno prolonga indefinidamente el estado de
        guerra, y con esto no sólo aplaza su tarea inexcusable, sino que desgasta su propia
        autoridad de Gobierno, su propia justificación como Gobierno y de paso, la autoridad y el
        prestigio del Ejército, al que se está haciendo responsable nominal de todo lo bueno y
        lo malo que bajo este período ocurra. Triste es reconocer que está siendo bastante lo
        malo y no es bastante lo bueno Porque si el hecho de que nominalmente las autoridades
        militares ejerzan las funciones públicas más delicadas promete una mayor disciplina, un
        mayor rigor en el funcionamiento de esos aspectos públicos, aquí está aconteciendo que
        bajo el mando nominal del Ejército se está asistiendo a una de las épocas de menos
        disciplina que se recuerdan. Voy a contar un caso al señor ministro de la Gobernación. En pleno estado de guerra
        empezó a proyectarse en los cinematógrafos de Sevilla, como en los de casi toda España,
        el desfile de las fuerzas militares que habían vencido la rebelión en Asturias; entre
        las tinieblas de los cinematógrafos empezaron inmediatamente algunos pateos. ¿Sabe el
        señor ministro de la Gobernación qué medidas adoptaron las autoridades? Prohibir que se
        proyectasen esas películas. ¿Puede adjudicarse al Ejército; puede, bajo el mando
        nominal del Ejército, hacerse que la reproducción en cinematógrafo del desfile de las
        tropas que vencieron la rebelión en Asturias provoque un conflicto y que este conflicto
        se resuelva con la capitulación de las autoridades, haciendo que la película se retire?
        Pues todo eso, todas esas claudicaciones, toda la falta de orden, todos los atracos de
        todos los días se están endosando al Ejército, porque resulta que éste es,
        nominalmente, con arreglo a la ley de Orden Público, quien está ejerciendo la autoridad,
        quien está desempeñando las funciones públicas más delicadas en el presente momento
        español. Pero es que, además, tenemos el gran inconveniente de que esto no es
        absolutamente así; es decir, que la responsabilidad y el desgaste para el Ejército son
        únicamente para quienes no estén en el matiz, matiz inasequible, como es de rigor, a la
        mayor parte de los mortales. Porque después, supongo que por: indicación del Gobierno,
        las autoridades militares, en casi todos los sitios, han delegado sus funciones en las
        autoridades civiles, y como resulta que ya las autoridades civiles subalternas ejercen
        estas funciones, no por delegación normal del Gobierno, sino por delegación local de las
        autoridades militares, se ha constituido en cada ciudad, en cada provincia de España, no
        ya un virreinato, sino un reino de taifas, que ejercen, con desigual acierto, las
        autoridades que, en un sitio o en otro, representan a las autoridades centrales de la
        República. En Madrid se da el caso bochornoso, el caso intolerable para los ciudadanos
        que habitamos en la capital, de que estamos bajo el látigo de una especie de tiranuelo
        colonial, de una especie de corregidor fernandino, superviviente de la época aquella de
        Fomos y de la cuarta de Apolo, de la época pintoresca de fin de siglo, que es el
        jefe superior de Policía. El paso de este señor por el cargo de jefe superior de
        Policía se ha caracterizado por un aumento considerable de las casas de mala nota en
        Madrid. La concesión de este género de casas estuvo interrumpidas mientras fue jefe
        superior de Policía don Jacinto Vázquez; apenas entró el señor Muñoz Castellanos, con
        su larga formación en los cafés, en esa vida agitada, turbulenta, bohemia, en que
        están, por lo visto, sus gustos, empezaron a florecer por Madrid los prostíbulos que
        eran un cuento, y con esto, las máquinas sacaperras y los cabarets de primera,
        segunda y tercera fila. Todo esto es lo que acompaña y calificará para siempre el paso
        del señor Muñoz Castellanos por la Jefatura Superior de Policía. Además, este ciudadano, con un criterio, repito, de tiranuelo colonial, de viejo
        corregidor de aquellos tiempos en que la Policía hoy Cuerpo disciplinado y
        admirable, que tiene sobre sí un esfuerzo casi inverosímil, si se considera el número
        de funcionarios que lo integran se denominaba la Secreta, con ese aire y con
        ese estilo, sustancia sus cuestiones personales valiéndose de la Policía; no quiero
        decir sólo para la protección a tales o cuales personas, sino, incluso, para la
        adopción de criterios políticos frente a tales o cuales asociaciones y entidades.
        Nosotros, por nuestra fortuna y para nuestro honor, nos vemos favorecidos por la
        antipatía constante del señor jefe superior de Policía. Y este jefe superior de
        Policía, que no ha sabido descubrir ni un número de armas interesantes y que ha hecho
        una especie de lonja de la prostitución en el caserón de la calle que ahora no me
        acuerdo cómo se llama, ese señor es el que se ha dado el gusto de que, sin mandamiento
        judicial, ni orden del director general de Seguridad, ni siquiera de sí mismo, sino por
        instrucciones verbales, vayan al centro que tenemos en la calle del Marques de Riscal para
        clausurarlo unas veces, para precintar otras una habitación que quedó abierta y, por
        último, para que se cierre y precinte un laboratorio, un quirófano, donde no se hace ni
        puede hacerse otra cosa, porque no es más que un invernadero, que prestar todos los días
        asistencia gratuita, por los médicos de la Organización, a veinte o treinta enfermos
        pobres. Este ciudadano ejerce así sus funciones de jefe superior de Policía para
        perseguir a los que le son antipáticos, no de una manera directa, no aplazando para
        después el plantear cuestiones personales o romperse la cara a bofetadas, cosa que
        estaría más acorde con los tiempos de Fomos que a él le gustan, sino usando de los
        instrumentos del Poder, ilegítimamente, para mortificaciones y represalias. Y la permanencia de este sujeto en la Jefatura Superior de Policía plantea la
        siguiente cuestión: Aquí se ha invocado el ejemplo del regicidio de Marsella. Aquel
        regicidio se dijo determinó que fueran destituidas las autoridades policiacas
        y que el ministro del Interior se destituyera a sí mismo, dimitiendo. Con la autoridad de
        ese ejemplo, primero, el señor Salazar Alonso, y después, con algunas dificultades, el
        señor Samper con lo cual el ejemplo se extendió a un escalón más,
        dimitieron. Ahora bien: aunque la gestión de los señores Samper y Salazar Alonso no
        estuviera adornada de todos los atributos del acierto, es evidente que nadie pretenderá
        que la obligación de esos señores consistieran en irse a indagar en persona si existían
        armas o no. Parece que lo que señaló el desacierto del ministro de la Gobernación y del
        presidente del Consejo de ministros fue el haber elegido mal, desastrosamente mal, como
        los hechos demostraron, a las autoridades policíacas. Para las funciones específicamente
        policíacas tenían que descansar el presidente del Consejo de ministros y el ministro de
        la Gobernación en los directamente encargados de impedir que sobreviviesen al menos
        que ocurrieran de una manera imprevista las cosas que sucedieron en octubre. Pues
        bien: nosotros extirpamos al señor ministro de la Gobernación y luego al que fue
        presidente del Consejo de ministros; pero siguen paseándose jacarandosamente por Madrid y
        haciendo lo que he descrito, con la timidez que me imponen el respeto a la Cámara y la
        concurrencia de señoras a la tribuna, tanto el director general de Seguridad como este
        pintoresco jefe superior de Policía. No quiero hablar de otros aspectos porque creo que van a ser objeto de una de estas
        proposiciones no de ley; por ejemplo, del ejercicio de la censura. Parece que el acudir a
        la censura tiene que estar justificado por el sentido de defensa del Estado, del Gobierno
        o de las instituciones. Yo no me quejaría nunca de la anchura que en esto se diera a la
        interpretación, pero sé de algunos casos verdaderamente pintorescos. Por ejemplo: en la
        imprenta donde se edita una revista financiera, de poca circulación, me han enseñado una
        galerada en que se decía: "Como dice en A B C el ilustre financiero señor
        Calvo Sotelo..." Claro que el señor Calvo Sotelo pudiera haber emitido alguna
        opinión de tipo técnico que perjudicase al plan que el Gobierno siguiese respecto de las
        finanzas, que pudiera, supongamos, constituir, incluso, una indiscreción; pero no: la
        Censura no ha tachado para nada lo que dijo el señor Calvo Sotelo; lo único que ha
        tachado ha sido el adjetivo de "ilustre" (Risas) y ha dejado: "Como
        dice el financiero señor Calvo Sotelo..." (Siguen las risas.) Yo estoy seguro
        que si el señor Marraco se hubiera enterado de esto, con el mal genio que usa muchas
        veces, le hubiera dicho al censor cuatro cosas, porque el censor, velando así por
        disminuir los adjetivos encomiásticos de sus competidores, no hace más que poner en
        ridículo al señor ministro de Hacienda. (Risas y rumores.) El señor ministro de la Gobernación, que tiene un amplio sentido humano y que se
        da cuenta por sí mismo de todas estas cosas con sólo una insinuación, no necesita más
        acerca de ello. Sabe muy bien que todo esto que digo y todo lo que callo está en el
        ánimo de todos, y que incluso puede ser objeto de prueba. Así, pues, no voy a insistir
        más en señalar anomalías de la censura ni extralimitaciones intolerables del jefe
        superior de Policía. Lo que sí ruego al señor ministro de la Gobernación, y en este
        ruego envuelvo también al señor ministro de Estado, que me escucha, es que mediten y que
        transmitan al señor presidente del Consejo de ministros esta consideración. Si en
        instantes como éste, en que la tremenda debilidad del Gobierno, en que el desaliento que
        rodea al Gobierno, que puede asfixiar al Gobierno, y al sistema, estriba en que de momento
        no se percibe ningún enérgico quehacer, no se percibe ninguna misión, ningún rumbo de
        importancia que justifique el estado actual de las cosas, si en este instante, en que la
        única mística clara, la única decisión positiva es la de las extremas izquierdas, o si
        se quiere la de los grupos marxistas, que ésos sí que saben adónde van y lo que se
        proponen, ¿cumple con su deber patriótico el Gobierno haciendo que se estanquen las
        ideas, que se ahoguen las propagandas, que no se deje hablar a nadie, aunque se sepa que
        no le guía otro propósito que el de suscitar un interés nuevo? Vea el Gobierno si en
        esta época de remanso, en esta época en que la política española se ha encharcado y no
        tiene salida, obra bien manteniendo nominalmente un estado de guerra para que esa salida
        no se pueda abrir por ninguna parte. (Muy bien.) ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... El señor PRIMO DE RIVERA: Tengo muchos motivos para dar las gracias al señor ministro de la Gobernación,
        primero, porque ha hecho una cordial justicia a los móviles españoles de mi
        intervención en éste como en todos los casos, y después, porque, o con manifestaciones
        expresas o con elocuentísimos silencios, ha reforzado mis argumentos todos. Resulta que
        para la concreta cristalización del hecho en mis palabras anteriores le señalé algunos
        lunares en la brillante hoja de servicios del señor jefe superior de Policía, y, en
        realidad, el señor ministro de la Gobernación, tal vez de una manera prodigiosamente
        hábil, con toda la gracia andaluza que brilla cuando los andaluces de buena casta hablan
        en serio, ha extremado mis ataques hasta la crueldad, porque, en realidad, la defensa del
        señor jefe superior de Policía... (El señor ministro de la Gobernación: "He
        recordado los servicios de nuestras autoridades de Seguridad.") De nuestras
        autoridades, sí. En el curso entero de la Historia tenemos autoridades magníficas, pero
        parece que la autoridad del señor jefe superior de Policía ganó la excedencia funcional
        el día en que se celebró la asamblea de Acción Popular en un lugar histórico cercano a
        Madrid. Mi inclinación por la Historia y mi calidad de aprendiz en ella no me han
        permitido todavía llegar a la última precisión en el estudio de las biografías de los
        varones ilustres, y por eso tal vez desbarre al rememorar la biografía del señor Muñoz
        Castellanos; pero, si la memoria no me es totalmente infiel, el señor Muñoz Castellanos
        hizo su gloriosa entrada en la Dirección General de Seguridad allá por el mes de julio,
        y la Asamblea de Acción Popular se celebró en el mes de abril. Yo no sé si el señor
        Muñoz Castellanos habrá recibido mortis causa las glorias de todas las anteriores
        autoridades españolas (Risas); pero si no ha ocurrido eso, el señor Muñoz
        Castellanos no puede adornarse, en absoluto, con lo bien que saliera la asamblea de
        Acción Popular. (El señor ministro de la Gobernación: "Pero sí con lo
        posterior.") Y lo posterior, que, evidentemente, es muy vario, ha sido comunicado
        a la Cámara, por boca del señor ministro de la Gobernación, con estas palabras: que es
        cierto que el ministro de la Gobernación ha tenido noticia de que era verdad cuanto yo
        decía respecto al aumento de ciertos vicios en las capas inferiores de Madrid. Y el
        señor ministro de la Gobernación me propone que monte yo personalmente un servicio
        policíaco para inquirir en qué calles tortuosas se establecen nuevos lugares de
        esparcimiento. (Risas.) Es decir, señor ministro: que el jefe de Policía debe
        seguir ejerciendo su sultanato en la Dirección de Seguridad, y yo voy a ir de cuando en
        cuando al Ministerio de la Gobernación a contar al ministro cuentos verdes. (Nuevas
        risas. El ministro de la Gobernación: "Me parece que eso es muy andaluz.") Si el señor ministro de la Gobernación sabía que es cierto cuanto he dicho, creo
        que el señor jefe superior de Policía, sin más que la defensa que por boca del señor
        ministro se ha desarrollado aquí esta tarde, tiene muy suficiente para dimitir. Cualquier
        funcionario puntilloso lo tendría. Ahora bien: las normas aplicables a los funcionarios
        puntillosos no son siempre aplicables a los elefantes. (Risas.) |