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Publica la Asociación Cultural "Rastro de la Historia".

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El Rastro de la Historia. NÚMERO DOCE

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Juan-José Domínguez: falangista fusilado por Franco

No era infrecuente que, en los campamentos de Juventudes de los años setenta, se titulara alguna tienda con el nombre de “Juan Domínguez”. Era el gesto de rebelión con que los jóvenes militantes hacían memoria de uno de los falangistas –no fue Domínguez el único- a los que Franco mandó fusilar.

Alfredo Amestoy, en un meritorio artículo publicado en “El Mundo” de 5 de septiembre pasado, evocaba lo sucedido, refiriendo una entrevista con la que fue su esposa, Celia Rodríguez.

Del asunto ya había escrito Stanley Payne, en “Phalange”, que publicó “Ruedo Ibérico” en París, en 1965. Y también, con más profundidad, Arnaud Imatz, en “José-Antonio et la Phalange Espagnole”, que vio la luz en “Albatros”, en 1981.

En la práctica, la Unificación decretada por Franco en abril de 1937 no había supuesto la integración de los falangistas y los carlistas, sino la verdadera creación de un nuevo partido, el partido franquista, en el que, de grado o por fuerza, se agruparon todas las fuerzas políticas del bando nacional. Que el nuevo partido llevara el nombre de "Falange Española Tradicionalista” no era relevante, sino de cara a la utilización descarada de todo aquello que de atractivo podría tener la Falange genuina.

Si a los falangistas originarios no les satisfizo la imposición, tampoco a los carlistas, quienes, además, se sentían preteridos en la provisión de cargos en la organización unificada. Y ello generó un ambiente de descontento que estalló el 16 de agosto de 1942, con motivo de la romería que los veteranos tradicionalistas organizaban anualmente en Bilbao, en el santuario de la Virgen de Begoña.

Si no hubieran pasado circunstancialmente por allí algunos falangistas, probablemente no hubiera ocurrido nada. El franquismo, de modo nada infrecuente, permitía dar escape a las frustraciones de falangistas y carlistas, en actos públicos, generalmente a campo abierto y en lugares aislados, tolerando desahogos en forma de gritos, discursos más o menos incendiarios y canciones más o menos rotundas, que al cabo aliviaban tensiones y para nada perjudicaban al Régimen.

Como Alcubierre para los falangistas, como Montejurra para los carlistas, hasta que Fraga Iribarne mandó lo contrario, como tantos campamentos juveniles en los que se oían arrebatadas proclamas revolucionarias bajo los inocentes pinares, así también se esperaba que Begoña fuera un inocuo evacuatorio de desengaños. Y allí se citaron unos cuantos viejos requetés, entre quinientos y mil, presididos por el general Varela: requetés que, a la salida de la Misa, entonaron gritos de “¡Viva el Rey!”, “¡Viva Fal Conde!”, “¡Abajo el Socialismo de Estado!”, “¡Abajo la Falange!”, e incluso -dijeron haber oído los falangistas- “¡Abajo Franco!”.

Lo que no tenía que suceder sucedió, y fue que tres falangistas bilbaínos paseaban con sus novias por las inmediaciones. Eran estos Berastegui, Calleja y Morton. Oyendo estos aquellos gritos, dieron en responder gritando “¡Viva la Falange!”, y “¡Arriba España!”, lo que los carlistas tuvieron por provocación, enzarzándose en una ensalada de golpes. Una segunda coincidencia, desgraciada por lo que de ella resultó, es que pasaran por la zona otros cinco falangistas, que acudían a Archanda, para ir después a Irún, a recibir a algunos repatriados de la Divisón Azul. Eran Jorge Hernández Bravo, Luis Lorenzo Salgado, Virgilio Hernández Rivaduya, Juan-José Domínguez, Roberto Balero y Mariano Sánchez Covisa.

Al pasar por Begoña, apercibidos de la trifulca, en la que los tres falangistas, por evidente inferioridad numérica, llevaban la peor parte, decidieron intervenir. Y al bueno de Juan-José Domínguez no se le ocurrió mejor idea que dispersar a los carlistas arrojando una granada de mano, que les ocasionó setenta heridos leves.

Los falangistas, considerándose los agredidos, fueron a denunciar los hechos en la comisaría de Policía. Y los carlistas, juzgando serlo ellos, hicieron otro tanto, cargando no poco la mano, al tildar la intervención de los falangistas de “ataque al Ejército”, en consideración a la presencia de Varela: acusación bien grave en aquellos años de posguerra.

Aunque la granada se arrojó en las cercanías del templo, cuando Varela se encontraba todavía en su interior, éste se tomó el asunto como cosa personal y dio palabra de venganza, en el vestíbulo del hotel Carlton de Bilbao: “-Se hará justicia. Yo me encargo de ello”.

Y en la balanza de la justicia de aquel Régimen pesaba mucho más el espadón de Varela que los méritos de guerra que pudieran lucir los falangistas, de modo que el Tribunal Militar que les juzgó no tuvo duda en condenar a muerte a dos de ellos, a Calleja y a Domínguez, lo que sucedió el 24 de agosto de 1942. Justicia rápida era aquella, condena a muerte a los siete días de los hechos; y poco escrupulosa, que menguado sería el derecho a la defensa que en semejantes condiciones pudieron ejercitar los acusados.

De nada le valió a Domínguez su calidad de Vieja Guardia, los servicios prestados en ocasiones señaladas, antes de la guerra, como el el tiroteo de Aznalcóllar, o en ella, al pasar repetidas veces de una zona a otra, en misiones de información.

Cuenta Amestoy cómo Ramón Serrano Suñer, el hasta entonces todopoderoso cuñado de Franco, le ha explicado a Celia Martínez, la viuda de Juan Domínguez, cómo no pudo salvar la vida de éste: «-Lo de Begoña fue un suceso lamentable, pero no hubo ni fuerza ni unión ni para salvar a Domínguez ni para mantener el poder. En aquel momento vivíamos con un dinamismo trepidante, pero Franco, en seguida, se dio cuenta de que esos falangistas que parecían tan intransigentes, los Arrese, los Fernández Cuesta, los Girón, venían a comer de la mano. Y ése fue el principio del fin. El gran amigo de todas las horas, Dionisio Ridruejo, dimitió de todos sus cargos y lo mismo hizo Narciso Perales, Palma de Plata y el tercer hombre en el mando de la Falange después de José Antonio y Hedilla. Fue por eso por lo que yo propuse que la Falange fuera "dignamente licenciada"».

A Calleja, caballero mutilado, que había perdido una pierna en guerra, le conmutaron la pena capital, pero no así a Domínguez, a quien le tocó ser el chivo expiatorio: quien cargó con las culpas de un ataque que nunca existió, pero que serviría al Caudillo de pretexto para quitarse de encima a Serrano, de una banda  y también a Varela y a Galarza, de la otra, aconsejado, dicen, por Carrero Blanco.

Ni fuerza ni unión, afirma Serrano. Nadie estuvo entonces a la altura de las circunstancias, con las solas excepciones de Narciso Perales y Dionisio Ridruejo, que dimitieron de sus cargos, para nunca más volver. Ni fuerza, ni unión. Y Domínguez, en tan poco ejemplar cambio de cromos, fue el pago en sangre que hacía el sector azul para justificar el apartamiento de Serrano y, al tiempo, para contrapesar la caída de Valera y de Galarza.

Girón siguió a las órdenes de Franco, pero facilitó a la esposa de Domínguez que pudiera ir a visitarle a la cárcel, acompañada de su hija, entonces de tan corta edad que pudo pasar a través de los barrotes, y les proporcionó, luego de su muerte, un modesto pisito de la Obra Sindical del Hogar y una suma de noventa mil pesetas, que ellas, confiesa Celia, supieron estirar durante diez años.

Narciso Perales y Ramón Serrano Suñer, Dionisio Riduejo y José-Antonio Girón:

cuatro muy distintas maneras de encarar el drama que fue la muerte de Juan Domínguez.

 

   

La Falange de Bilbao –más mujeres que hombres, como ha contado su viuda- se hizo cargo de los restos de Domínguez, y allí estuvieron enterrados hasta que la familia los trasladara a unas sepultura propia, al cementerio del pueblecito madrileño de Galapagar.

En medio de aquella ciénaga apestosa hubo también otra persona que, como bien escribe Amestoy, actuó con dignidad: el propio Juan-José Domínguez, que cayó bajo las balas con una gallardía ejemplar.