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  HAN BASTADO DIEZ AÑOS PARA QUE RESPLANDEZCA LA VERDAD. 1923-1933

No habían transcurrido seis meses desde el 13 de septiembre de 1923 cuando ya el general Primo de Rivera y sus colaboradores más próximos estaban solos en medio de un desierto. La Dictadura había nacido con el peso muerto de excesiva humildad. En aquellos primeros anuncios de gobernar noventa días, el general, Primo de Rivera se asignaba a sí mismo una mera función desinfectante. Cuando lo necesario era edificar un Estado nada menos. Pero edificar un Estado es ímproba tarea. Toda una generación ha de ponerse al tajo para edificar un Estado nuevo. Y la generación de Primo de Rivera no supo entenderlo, ni quiso acompañarle. Los conductores espirituales de la nación, los que se llamaban entonces, más que ahora, "los intelectuales", interpretaron el movimiento de Primo de Rivera –pasados los primeros meses– como un retroceso en la Historia. Por entonces vivíamos aún con los restos de una ideología agonizante. En España suelen arribar las ideas con dos lustros de retraso. Y el general Primo de Rivera llegó demasiado pronto. Por eso le dejaron solo, con unos cuantos leales, en medio del desierto.

Y solo emprendió la tarea. La eficacia de su gestión ya no la discute nadie. Sus inmundos calumniadores no se atreven hoy ni a repetir las acusaciones más vagas. Las leyendas del despilfarro y del favoritismo no han valido para otra cosa que para deshonrar a sus despreciables autores. Sí; el general Primo de Rivera y los suyos –en esto ya todos coinciden– administraron bien. Pero... ¡aquella Unión Patriótica! ¡Aquel Somatén! ¡Aquella Asamblea! Los adversarios recalcitrantes creen que casi basta con esas palabras para dejar a la política de la Dictadura poco menos que en ridículo.

Y, sin embargo, el general Primo de Rivera "tenía razón". Una razón expresada imperfectamente. Claro está que expuso su doctrina de un modo un poco ingenuo y abigarrado. Pero hay quienes tienen obligación de entender y aclarar, y, sin embargo, ni aclararon ni entendieron. Nunca han sido los grandes ejecutores quienes formularon sus doctrinas. Unos nacen para realizar empresas, y otros para elaborar conceptos. Nuestro Pizarro, el porquerizo que levantó un Imperio, es casi seguro que no hubiera podido nunca ganar una beca en una Universidad alemana. No ha faltado, con todo, quien extraiga su profundo sentido a la obra de Pizarro, como hay ya centenares de escritores que han reducido a sistema teórico la magnífica realización de Mussolini. El general Primo de Rivera tuvo menos suerte. Los intelectuales se le volvieron de espaldas. Entonces él quiso unir a la tarea de gobernante la de expositor. Produjo notas oficiosas en cantidad enorme, escribió artículos, publicó folletos... Esto, además de llevar sobre sí la carga del Estado. Así faltó a su vida todo reposo. Fue como un fruto que se exprime implacablemente para extraerle hasta la última gota de jugo. Parece que le hubiera sostenido el fervor de la Patria como una droga que prolongase artificialmente la vida. Apenas cesó en la tarea se le acabó el aliento. Y en un hotel de París, silenciosamente, entregó su espíritu a Dios.

Era en las horas de la burla y del insulto. Un Gobierno donde triunfaba toda estupidez se encargaba de deshacer a España. Muchas rotativas vomitaban a diario canalladas sobre los nombres de los caídos. De pronto, la muerte del desterrado de París sobrecogió a todos un poco.

Vino una tregua de respeto. Algunos, benévolos, reconocieron que el general había sido un patriota y un buen soldado, lleno de la mejor intención. Pero nada más. Sólo el maravilloso instinto popular adivinó que aquel cadáver –a cuyo paso retumbaban las bóvedas de las estaciones con gritos y rezos de muchedumbres– era algo más que el de un buen patriota equivocado. Cuando las multitudes vitoreaban a quien ya no podía vivir, intuían –más clarividentes que los intelectuales– cómo el instinto de aquel hombre muerto se había adelantado diez años a descubrir el camino por donde España retornara a España.

Nuestra generación ya ve claro el camino. Europa se reconstruye en Estados integrales, sin partidos, sin vacilaciones. Otra vez se cree en todas partes que el Estado ha de tener una fe autoritaria y ha de apoyarse en alegres milicias civiles. Otra vez se quiere que los productores organizados sean el Estado mismo. El Parlamento político está en crisis. Y el sufragio inorgánico. Las antiguallas del general Primo de Rivera en 1923 son hoy, diez años más tarde, las adquisiciones más nuevas. La Unión Patriótica no era sino un balbuceo de lo que hoy son los haces de pueblos enteros al calor de una fe, sin divisiones ni partidos. El Somatén era un anticipo de las milicias civiles. La Asamblea se adelantaba a los Parlamentos de productores. Todas las "equivocaciones" de Primo de Rivera contenían magníficos gérmenes de acierto, malogrados por quienes pudieron darle forma y dejaron solo al Dictador. Así la Unión Patriótica decayó en muchas partes, hasta ser una fofa organización burocrática. Y el Somatén languideció, falto de aliento juvenil. Y la Asamblea Nacional no llegó a ganar vitalidad auténtica. Pero ¿quién tuvo la culpa? ¿Fue Primo de Rivera o fue una generación apática y desdeñosa que se le volvió de espaldas?

No pensaba esa generación que iban a bastar diez años para que fuese ella misma la que empezase a inspirar lástima. ¡Qué viejos están todos los hombres de esa generación Ahora son ellos los que se encuentran cada vez más solos, con una juventud cada vez más numerosa, más aguerrida, que se aleja de ellos. Pronto esa juventud –poco más que infancia en 1923, turbulenta y equivocada estudiantina en 1930– entenderá lo que no entendieron los intelectuales de hace diez años. Y mirará con gratitud hacia la tumba del general Primo de Rivera.

Tal vez, por designio de Dios, el alma del desterrado de París soporte como Purgatorio la espera de esa vuelta de España. Cuando España regrese. llegará para el alma del Dictador el sosiego definitivo. Se sumirá en una placidez más profunda que el suelo de la muerte, porque será el sueño de muerte de quien ya sabe acabada su tarea. Toda una España rediviva sentirá correr por las entrarías el calor que quiso infundirle su mártir. Y las piedras de España, con las que acaso en otro tiempo se quiso lapidar al Dictador, servirán para alzarle estatuas.

JOSÉ ANTONIO PRIMO DE RIVERA

La Nación, 13 de septiembre de 1933.


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