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  LAS RESPONSABILIDADES POLÍTICAS

– ¿Qué opina usted, como abogado y como hijo del Dictador, acerca del proceso de las responsabilidades?

– Yo voy a contestar en unos renglones. Pero no como hijo del Dictador. Más bien quisiera que pudiera olvidarse esa condición mía –por otra parte, mi orgullo– en tanto siguiera abierta la discusión acerca de la obra de mi padre. Porque el dolor íntimo de un hijo parece atraer la alianza de lo sentimental en socorro de lo que defiende, y lo que yo defiendo es por sí mismo tan justo que no necesita subterfugios sentimentales.

Como ya saben todos los lectores, las supuestas responsabilidades de la Dictadura se han separado en varios procesos distintos. Sólo uno de estos procesos políticos es el que se ha visto ahora: el de responsabilidad "política". Hay otra serie de sumarios en curso donde la Comisión de Responsabilidades –compuesta de los brillantes juristas que todos conocen– se propone descubrir los famosos "negocios" y "francachelas" del período dictatorial. Bueno es advertir que ninguno de estos sumarios está terminado todavía. Sus instructores han sido fecundos en injurias para los acusados; pero cuando el insulto callejero ha tenido que concretarse en pruebas, no les han bastado año medio de tiempo y las facultades procesales más amplias para demostrar un solo cargo. Esto no quiere decir que dentro de algún tiempo no recaben de las Cortes la facultad de sentenciar, aun en supuestos delitos tan determinados como los que constituirían las responsabilidades de gestión, sin someterse a leyes ni sujetarse a resultancias sumariales. ¿Qué enormidad puede ya parecernos inverosímil?

Pero vamos a lo de ahora. Los colaboradores del general Primo de Rivera han sido enjuiciados por el hecho de haber subvertido violentamente el orden constitucional que regía en 1923 y haber implantado una Dictadura que duró seis años. No estaban acordes los acusadores en la calificación jurídica adecuada para tales hechos: la mayoría de la Comisión de Responsabilidades –representada en la vista pública por el fiscal– consideraba al general Primo de Rivera y a sus colaboradores como "auxiliares necesarios del delito de alta traición" cometido –a juicio de las Cortes– por el Jefe del Estado en 1923. Un vocal de la Comisión, disidente, negaba la comisión de tal delito en los hoy acusados, y les imputaba, en cambio, la "participación facciosa en el secuestro de la soberanía nacional". Aún había otro voto particular partidarío de no crear figuras jurídicas nuevas, sino de encajar los hechos enjuiciados en el molde de los "delitos contra la Constitución", sancionados en las leyes penales.

Lo de menos es la calificación. Todas las tesis acusatorias parten de un error fundamental: el de juzgar "todo un orden jurídico", como fue la Dictadura, a la luz de las normas vigentes "en un orden jurídico distinto", sea el republicano posterior al 14 de abril de 1931, sea el monárquico constitucional anterior al 13 de septiembre de 1923. La Dictadura podría ser buena o mala, pero fue "un régimen". Y un régimen, en su totalidad, no cabe en los límites de un proceso que quiera parecerse a los procesos judiciales. Es misión de los Tribunales, por altos que sean, remediar la infracción de una norma de las que componen el orden jurídico; pero si es "el mismo orden jurídico" el que se subvierte, ya no hay ámbito de ejercicio posible para la función judicial. Decir que el nuevo régimen es ilegítimo porque nació en pugna con el régimen anterior es, sencillamente, decir una tontería. Por desgracia, entre nosotros, salvo excepciones, el Derecho no es todavía una ciencia, sino un tema para charlar. Hay quien se ufana de ser el guardián más vigilante de la "juridicidad", y, en serio, no tiene el concepto del Derecho mejor constituido que el de su portera. Así es posible que se manejen todavía con satisfacción tópicos de esos tan descalificados por todos los verdaderos maestros del mundo.

Si un régimen, para ser legítimo, tuviera que haberse implantado con arreglo al orden jurídico anterior a su nacimiento, no habría en el mundo, como dice Stammler, ni un solo régimen legítimo, porque no existe en la Historia un pueblo solo, en cuya trayectoria falte alguna violenta solución de continuidad (conquista, revolución, golpe de Estado ... ) creadora de un orden nuevo. El que triunfa mediante un acto de fuerza pasa a ser, por el hecho mismo de existir, el "sistema jurídico vigente". ¿Habrá quien sostenga, por ejemplo, que aún rige en Rusia el derecho zarista, fundándose en que no fue derogado con arreglo a sus propias previsiones? Sostener eso sería, en opinión de Kelsen, un extravío. Y conste que Kelsen no transige con cualidades históricas o sociales para sentar afirmaciones jurídicas. Su escuela se llama la de la "teoría pura del Derecho"; el Derecho, entre sus manos, cobra la independencia y el rigor formal de la Geometría. He aquí cómo la pura y profunda "juridicidad" es cosa bien distinta del "no hay derecho" con que pretenden dictaminar, al mismo tono, las verduleras de los barrios bajos y algunos supuestos juristas españoles.

Todo lo que sea "procesar a la Dictadura" es perder el tiempo en un triste simulacro. Así, con ser tanta la solemnidad con que ha querido rodearse al proceso, y con ser dignas de todo elogio la imparcialidad del presidente del Tribunal y la corrección de los acusadores, no había manera de sentirse sumido de verdad en la creencia de que era aquello un Tribunal de Justicia. Parecía como si jugásemos: los unos, a jueces; los otros, a defensores; los otros, a acusadores; éstos, en lucha con la fatigosa tarea de dar hechura en el .aire, sin norma alguna preexistente, a todo lo que es contenido material de un proceso: delitos, autores, penas... Así salió aquello de lánguido. Lo único solemne que flotaba sobre todos los actores era el recuerdo ingente de quien, con estar ya libre de dolores e injurias, fue la figura central de todo aquello que allí se discutía; la figura que irán engrandeciendo los años hasta henchir volúmenes y efemérides cuando este pobre proceso de las responsabilidades, que quiso ser histórico, sirva de festín a la polilla en un rincón de cualquier olvidado archivo.

(Reportaje publicado en la revista Ellas, en el número 28, del 4 de diciembre de 1932. Don José María Pemán era el director de la citada revista.)


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