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AUN NO SE SABE ADONDE VA ESTO

CONFUSIÓN

Faltan poco más de veinte días para las elecciones, y ésta es la hora en que no se sabe siquiera cómo se constituirán las fuerzas en lucha. En fechas anteriores se habló por Madrid, como de cosa perfilada, del frente de izquierdas y del frente de derechas. Noticias posteriores –que no hacen sino confirmar lo que un cálculo riguroso anticipaba– parecen poner en duda el arribo a buen puerto de uno y otro frente. El de izquierdas tropieza a última hora con la dificultad de acoplamiento en las candidaturas los socialistas, conscientes de su fuerza, exigen más puestos de los que –quisieran darle los republicanos, y éstos no sólo se baten por la mayor participación en las candidaturas, sino, además, movidos por una subconsciente repugnancia a ir en calidad de invitados –o de prisioneros–, en el duro marco de las organizaciones proletarias. Burgueses todavía, aunque sean burgueses de izquierda, los republicanos coligados podrán despotricar en tertulias contra todas las jerarquías existentes –en el fondo, ¡cuánto no hay de secreta envidia y de resentida nostalgia en muchas de esas maldiciones!–; pero en las horas vitales les brota del fondo humano auténtico una invencible repulsión a soportar la altivez obrera. Tal vez este dato psicológico influya más que muchas consideraciones políticas en la ruptura posible de un frente que, de todas maneras, dure o no dure, es aceptado sin interior alegría por cuantos lo forman.

Por su parte, la armonía entre las derechas dista de ser ejemplar. Recuérdese el comentario aparecido en estas columnas cuando el señor Calvo Sotelo y su órgano, La Nación, se apresuraron, sin ocultar el apremio ni aun por razones de urbanidad, a pedir la destitución del señor Gil Robles en su calidad de eje de la coalición de derechas. Como era de prever, la trama minuciosa de Acción Popular y la tenaz habilidad del señor Gil Robles para todo lo que no es una gran empresa, han acabado por configurar la negociación entre los partidos de derecha como un juego de peticiones, cada vez menos exigentes por parte de los monárquicos, y de concesiones o negativas por parte del señor Gil Robles. Esto es, que el señor Gil Robles ocupa entre las derechas un puesto análogo al que desempeña Largo Caballero en la izquierda: uno y otro son los verdaderos jefes de las coaliciones, y el resto de los que intervienen en ellas, meros adheridos, no muy satisfechos.

Así, las elecciones, de llegarse a la lucha en el actual planteamiento, serían una pugna por el Poder entre el socialismo –que lo ejercería de momento por mediación de administradores republicanos de izquierda– y Acción Popular, no suficientemente acompañada para dejar de ser el eje de la política, pero sí lo suficientemente obligada a buscar compromisos parlamentarios como para que su actuación tuviera que ser tan sosa como en el famoso bienio 1933–35.

Ya se dice, sin embargo, que estos cálculos serían valederos si las cosas se resolvieran conforme a la disposición de fuerzas planteadas hasta ahora. Pero de aquí a las elecciones, con estar tan cerca, puede preverse que ocurran todavía cosas inesperadas. Mejor dicho: puede afirmarse que ocurrirán.

EL MANIFIESTO DE LAS IZQUIERDAS

Nadie podía sustraerse a un cierto afán por conocer el tanto tiempo anunciado manifiesto de las izquierdas. No se ha ocultado nunca, por las voces y las plumas autorizadas de nuestro Movimiento, que la nacionalización de una parte de las izquierdas podía, acaso, iniciar un camino de hallazgo de España. Todo interés ha sido defraudado, no obstante, en presencia del documento.

Cuando se creía encontrar en él alguna promesa sugestiva en lo social –cosa que en el campo de las derechas no puede esperarse ni por asomo–, el manifiesto no hace otra cosa que registrar discrepancias. Los partidos obreros solicitaban la nacionalización de la tierra, la de la Banca y el control obrero en las industrias, cosas todas ellas que, con algunas reservas y lentitud en los trámites, han de constituir las bases del futuro orden económico social. Los partidos republicanos burgueses, con la más cerrada cicatería, consignan su negativa redonda a tales aspiraciones.

Cuando se esperaba una rectificación en la benevolencia con los movimientos disgregadores –benevolencia cuya perduración impide la incorporación de las izquierdas a una verdadera corriente nacional–, he, aquí que el manifiesto sale del paso con la afirmación lacónica de que se mantendrá y desenvolverá el régimen autonómico votado por las Constituyentes; es decir, que se afirma la contumacia de un sistema cuyos últimos efectos llevan a la ruptura de toda solidaridad española.

Pero para que no falte nada, y para que los crudos manjares de esos puntos programáticos no tengan siquiera una salsa grata, el documento de las izquierdas anuncia la vuelta a los procedimientos inquisitoriales del primer bienio. Inquisitoriales en el más riguroso sentido: examen de estados de espíritu en los funcionarios para medir su "lealtad al régimen" y privarles de la función si se juzga tibia; revisión de expedientes y procesos ya acabados ... ; es decir, siembra de la zozobra, de la angustia, en millares de familias; vuelta a los sucios métodos de delación que llegaron a hacer repugnantes los que nacieron para ser alegres días de la infancia de la República. Si no rigieran valores morales superiores para reprobar semejante propósito, descalificaría a sus autores la garrafal torpeza política que revelan. Quienes han conocido la experiencia de dos años persecutorios y saben hasta qué punto les cercó el asco y la impopularidad por el empleo de tales métodos, tienen que haber caído en imbecilidad para apuntar propósitos de reincidencia. A cualquier español, por poco hostil que sea, en principio, a los postulados izquierdistas, le sobresalta el augurio de volver a la pesadilla de 1931–1932. Aquellos dos años sin paz, en que nadie estaba libre de registros domiciliarios, encarcelamientos, atropellos, vigilancias policíacas, intervención de pasaportes, groseras pesquisas sobre su intimidad espiritual y demás insufribles lindezas, deben de haber dejado, en ese aspecto, pocos nostálgicos. El anuncio de una reprise no es para que se agoten las entradas.

ENSEÑANZA

No son los hombres –ni más ni menos aprovechables que los de otras profesiones–, es el sistema entero el que caduca. Mientras para gobernar haga falta una mayoría parlamentaria; mientras para tenerla haya que ocupar en las Cortes 250 asientos, aunque sea con asnos (y hay que acudir a los asnos porque la densidad política española no produce 250 hombres de primera fila, ni el sistema electoral es exactamente un método de selección); mientras para sacar los hombres y los asnos precisos de las urnas haya que organizar el tumulto periódico de las elecciones, con toda su estupidez y toda su injusticia, no se emprenderá ninguna gran tarea, ni mucho menos se le dará cima. Pero esto, en 1 fondo, este barrunto de una próxima liquidación del sistema, ¿es como para entristecemos, camaradas?

(Arriba, núm. 29, 23 de enero de 1936)


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