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AZAÑA

LA REVOLUCIÓN, OCASIÓN DE UN CÉSAR

Se ha dicho en otra parte recientemente (en la revista Haz, de nuestro S.E.U.) que la masa de un pueblo necesitado de revolución es incapaz de hacerla por sí misma. Se necesita la revolución cuando, al final de un proceso de decadencia, el pueblo ha perdido ya, o está a punto de perder, toda forma histórica. Pero una de las cosas en que esto se descubre es la incapacidad a que la masa ha llegado –más que por culpa suya por culpa de sus clases directoras– para percibir cuál es la forma verdadera y apetecible. Los momentos prerrevolucionarios suelen ser desesperados y turbios; la masa incluso siente la atracción del suicidio, alternada con tentaciones de complacencia satánica en el propio hundimiento. ¿No es característica de los periodos prerevolucionarios la exhibición morbosa de todas las llagas colectivas por el mismo pueblo que las padece? En tal estado moral no puede la masa adivinar su forma futura, ni amarla por adelantado. La desesperación de la multitud puede, todo lo más, derribar lo existente y abrir el paso del estado prerrevolucionario al revolucionario. Es decir, deparar una ocasión. Si en tal ocasión no surge el hombre, la revolución está perdida. Tratará de seguir su curso la propia masa, u hombres indiferenciados de ella, y todo acabará en desastre, propicio a las fuerzas reaccionarias. He aquí por dónde la única manera de que la revolución se salve consiste en que encuentre lo que las masas no tardarán en llamar un traidor. Las masas, en su ingenua insolvencia, siempre consideran tibio lo que hacen sus jefes: siempre te consideran traicionadas. Es vano querer evitar esta reprobación de las masas cediendo más y más a sus gritos. Sólo los hombres de una especie se salvaron del castigo impuesto por las masas a los que creyeron traidores: aquellos que, sin preocuparse de ser fieles al perifollo de la revolución, supieron adivinar su sentido profundo y desenlazarla por caminos no sospechados por la masa. Paradójicamente, estos traidores a las masas son los únicos leales y eficaces servidores del destino del pueblo. Los charlatanes sanguinarios de la Convención estaban llamados a ser barridos por las fuerzas reaccionarias; Napoleón, cesáreo, consolidó por las armas y el poder personal la estructura de la Francia moderna.

Ninguna revolución produce resultados estables si no alumbra su César. Sólo él es, capaz de adivinar el curso histórico soterrado bajo el clamor efímero de la masa. La masa tal vez no lo entienda ni lo agradezca; pero sólo él la sirve.

EL PRESUNTO CÉSAR DE LA REPÚBLICA DE ABRIL

Hubo un momento –se ha dicho antes en estas columnas– en que pareció que el señor Azaña iba a ser el hombre de la República. Cuando se formó el Gobierno del 14 de abril, una de sus figuras menos conocidas por la multitud era la del ministro de la Guerra. A las demás se las conocía de sobra y –fuera, si acaso, de los socialistas– no parecían prometer mucho: llegaban al Gobierno con una vejez de estilo desconsoladora. Los Lerroux y los Albornoz atufaban a viejo republicanismo de club, más apolillado que los morriones de 1882. Y en cuanto al grupo intelectual y la juventud universitaria de la revolución, o se los había dejado en un semisilencio extraoficial o se los relegaba a puestos secundarios. El primer Gobierno de la República nació teñido de mediocridad, de charanga; era un anticipo muy estimable de los que hemos tenido después de 1933.

Pero de pronto surgió Azaña. Su aparición parecía el augurio de un cambio de estilo. Azaña no era popular: era un intelectual de minoría, un escritor selecto y desdeñoso, un dialéctico exigente, frío, exacto y original. Desde que había surgido ante las candilejas de la actuación pública resonante se había mostrado como aparentemente libre de la mediocridad colectiva y como absolutamente despectivo para las aclamaciones. Era, sin duda, un ejemplar político del mayor interés, un hombre llegado al primer puesto de mando casi sin compromisos ni esfuerzos, en una época singularmente propicia y que preparaba el instrumental para recortar un pueblo a su talante. Los viejos radicales y radicalsocialistas no tenían nada que revelar; este ateneísta arisco y misterioso podía acaso realizar experiencias sorprendentes.

¿Cuál fue la causa del fracaso de Azaña? Es posible que se sobrepusiera quién sabe qué antiguo resentimiento individual a sus condiciones de político. Es posible que esas condiciones externas – y extraordinarias– de político se malograran en la inutilidad por falta de un aliento fecundo. Azaña o la infecundidad podría llamarse el ensayo que, sobre él se escribiera. Todo un juego complicado y preciso de palancas y ruedas dentadas..., pero sin motor. Azaña se entregó a una especie de esteticismo de la política que acabó por ser un esteticismo de la crueldad. Sus mejores obras, las que no fueron simples torpezas agresivas, fueron filigranas inútiles. Como con un sentido deportista de la historia, realizaba sus jugadas por el deleite de la jugada misma, no por el resultado; imitaba a esos campeones de la carrera a pie, por ejemplo, que no corren por la meta –donde no les espera nada–, sino por el recorrido. Su política fue, de esta suerte, una política monstruosa. Para lo que no podían percatarse del alambicamiento estético que encubría, era como una tortura diabólica e ininteligible. España pasó por las manos de su dictador como por las de un masajista asiático, entre fascinada y atormentada; el día que salió de su poder experimentó el alivio de quien vuelve al reposo.

EL HOMBRE DE LAS DOS OCASIONES

Si las derechas triunfantes en 1933 hubieran traído algún mensaje que comunicar a España, el César fracasado de la revolución de abril no hubiera vuelto a alzar la cabeza. Pero será inútil buscar precedentes de una torpeza mayor que la lucida por las derechas españolas. En vez de borrar la memoria del enemigo con la presencia real de una obra honda y fuerte, no han hecho otra cosa que mantener viva la memoria del enemigo en una constante campaña de difamación torpe y fea, y dormirse en una indolencia mortal, imperdonable en horas revolucionarias como las presentes. La política del segundo bienio (del bienio estúpido, como también se le ha llamado aquí) ha sido estérilmente conservadora de cuanto impide toda alegría hacia el futuro. Política híbrida; ni laica del todo, para no herir a los católicos, ni inspirada en sentido religioso, para no mortificar a los viejos tragacuras radicales; ni generosa en lo social, para respetar el egoísmo de los viejos caciques agrarios, ni desprovista de tal cual platónico declaración democrático–cristiana, a cargo del inquieto canonista señor Jiménez.

Y, claro, con todo esto, por contraste, la figura de Azaña, el de la gran ocasión perdida, empezaba a parecer mayor. Y para que creciese más, las derechas la inflaron con el ridículo asunto del alijo.

De modo que, excepcionalmente, Azaña va a tener dos ocasiones decisivas en su vida: una, la del primer bienio; otra, la de 1936. Algunos se quedarán estupefactos cuando lean este vaticinio; quienes lo vieron estampado aquí hace un semestre no tendrán motivo de estupor. Pero lo de menos es el asombro de los unos y resignación de los otros. Lo importante es esto: Azaña está a la vista, si no lo impide algún suceso anormal, cada vez menos probable. ¿Qué pueden esperar los españoles de un retorno de A zafia?

Con la voluntad de inquirirlo, hemos leído una y otra vez el discurso que pronunció en Madrid el 20 de octubre ante 250.000 personas.

ELEGANCIA Y ESTERILIDAD DE UN DISCURSO

El discurso tuvo una nota elegante: se pronunció ante una masa compuesta en nueve décimas de revolucionarios rojos, de proletarios extremistas. Azaña –esto es verdad– no les hizo concesión alguna; ni siquiera en el lenguaje. Su discurso, de intelectual, de estilista, se mantuvo de punta a punta en juego dialéctico refinado y sutil. La ironía tuvo en la pieza mucho más sitio que el apóstrofe. Ello quitó gran parte de calor al entusiasmo, según todos reconocieron. Pero la cosa era harto previsible, y el no haberse rendido Azaña a la previsión resulta airoso de su parte.

Tampoco se le puede negar el acierto en una gran porción de la crítica contra el segundo bienio agonizante. Claro está que muchas de las cosas por las cuales atacó –el fomento de las luchas encarnizadas entre españoles, la persecución de gentes por sus ideas...– fueron superadas, con mucho, en abundancia y en crueldad por el propio orador. Esto disminuía su autoridad de crítico, a veces injusto y a veces –en esto sí– exagerado, hasta la populachería. Pero, con todo, sus censuras fueron, en parte, certeras.

Y con ello acaban las excelencias del discurso. Porque después, ¿qué gran camino señaló Azaña? ¿Cuál fue su encare con el momento histórico? He aquí lo que son ¡as cosas: cuando este temible disolvente dialéctico formulaba su programa económicosocial, ¡ni un atisbo de solución revolucionaria asomaba a sus labios! Recargar los impuestos, quebrantar los grandes patrimonios... Bien, ¡y qué! ¿Y el sistema? ¿Prevalecerá el sistema capitalista? Entonces se repetirá lo del primer bienio; economía capitalista y aspavientos para atemorizaría; máquina capitalista y arena en sus cojinetes. Lo peor de todo: el desquiciamiento paralítico. ¡Lástima de 250.000 oyentes! ¡Cuántas y cuántas cosas sugestivas, revolucionarias y hacederas se les hubieran podido decir!

¿Y en lo nacional? Todo lo que vino a decir el señor Azaña fue deprimente: que España no tenía potencia para llegar a defenderse a si misma; que su único puesto internacional estaba en Ginebra. Agua fría sobre la ya tibia fe de los españoles en España.

Discurso, en resumen, penetrante y desconsolador como una autopsia. Y –sino político de Azaña– completamente estéril.

PRESAGIO

Azaña volverá a gobernar. Lo traerá a lomos, otra vez, con rugidos revolucionarios, aunque sea alrededor de las urnas, la masa que escuchaba su voz el 20 de octubre. Azaña volverá a tener en sus manos la ocasión cesárea de realizar, aun contra los gritos de la masa, el destino revolucionario que le habrá elegido dos veces. De nuevo España, ancha y virgen, atemorizada y esperanzada, le pondrá en ocasión de adueñarse de su secreto. Sólo si lo encuentra tendrá un fuerte mensaje que gritar contra el rugido de las masas rojas que lo habrán encumbrado. Pero Azaña no dará con el secreto: se entregará a la masa, que hará de él un guiñapo servil, o querrá oponerse a la masa sin la autoridad de una gran tarea, y entonces la masa lo arrollará y arrollará a España.

¿Pesimismo? No. De nosotros depende. De todos nosotros. Contra la anti España roja, sólo una gran empresa nacional puede vigorizarnos y unirnos. Una empresa nacional de todos los españoles. Si no la hallamos –¡que sí la hallaremos!, nosotros ya sabemos cuál es–, nos veremos todos perdidos. Incluso Azaña, que pasará al recuerdo de nuestros hijos con la maldición de quien destruyó dos ocasiones culminantes.

(Arriba, núm. 17, 31 de octubre de 1935)


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