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MUCHEDUMBRE

Autobuses, trenes, aeroplanos, barcos, gente y más gente, eso sí; de eso hubo todo lo que se quiera. ¿Más que cuando Azaña? Bien; más que cuando Azaña. Doscientos mil pares de oídos esperaban, sin duda, anhelantes la voz del jefe –o de los jefes, porque en Valencia hay dos, y ya se han cuidado de emparejarlos en dos carteles, a la misma altura y con la misma letra–. Doscientas mil bocas estaban propicias a entreabrirse por el estupor y a lanzar a destiempo esos gritos, llenos de inteligencia y gracia, con que suelen salpimentar los discursos de mitin aquellos miembros del auditorio que no se resignan a la humildad de su papel. En Medina y Valencia ha habido profusión de esos gritos, que El Debate recoge con circunspecta moderación, pero que el pequeño semanario J.A.P., con esa vocación irresistible que siente por ponerse en ridículo, nos dará in extenso en su próximo número. Gente, gritos, aclamaciones, avidez por escuchar..., lo que se quiera, pero, ¿y los discursos?

ARIDEZ

Por los discursos pronunciados por los JEFES (así siempre, con todas las letras mayúsculas; aquí no vamos a ser menos que en J.A. P.) se puede transitar a lo ancho y a lo largo sin encontrar una idea, ni una frase, ni una palabra que rezume el menor interés.

Esto no es tan extraño en el señor Lucia. Los recursos doctrinales y literarios del señor Lucia debieron culminar, según declaración propia, en un libro escrito en 1929 bajo el título En estas horas de transición. El prólogo de ese libro está lleno –según el modesto juicio del propio señor Lucia, expuesto en el discurso de Valencia– de "una altísima significación", tanta como para aconsejar su lectura íntegra. Y en El Debate viene. Quien quiera leerlo, que lo lea y se pasme con aquellos arcanos de profundidad que dicen, por ejemplo: "Sobre todo a vosotras, juventudes de hoy, juventudes de hombres, juventudes de mujeres, esperanza de nuestros amores y amor de nuestras esperanzas, que por no haber vivido las tristes épocas pasadas llegáis a esta hora cumbre de la historia patria con el espíritu libre de prejuicios y el corazón incontaminado del virus de las viejas costumbres políticas que todos los hombres de ayer llevamos, por desgracia y aun sin creerlo, infiltradas en el alma, y que sentís, además, el ansia insaciable de un alto ideal que no se os concreta y de una lucha para la que os falta el objetivo de este ideal. He aquí que ha llegado la hora de la afirmación. He aquí que ha llegado la hora de la acción. He aquí que ha llegado la hora de la diferenciación. He aquí que un hombre honrado que nunca ha sido nada y que nada quiere ser nunca os llama por ello y para ello a la unión. Y no a una unión mezquina. Y no a una unión bastarda", etcétera. 0 aquello otro de: "No son las nuestras afirmaciones dogmáticas, sino afirmaciones de hombres", que Dios sabe lo que querrá decir. 0 la precisa definición que empieza diciendo: "No somos de nadie. Somos... nosotros."

Indudablemente, al señor Lucia no se le podían pedir grandes palabras adivinadoras. Pero el señor Gil Robles suele tener, a falta de ciertas dotes poéticas, una precisión retórica recomendable y una nada vulgar agilidad dialéctica. Sin embargo, ni en Medina del Campo, ni en la plaza de toros de Valencia, ni en el campo de Mestalla ha dicho nada absolutamente. ¿Flotarán sobre el campo de Mestalla unos genios hostiles que también secaron la inspiración del señor Azaña recientemente? ¿O la aridez del discurso del señor Gil Robles será reflejo de un desaliento que acaso le vaya ganando el alma?

CONFESIÓN

No era fácil entender la alianza del señor Gil Robles con el partido radical hacia el que tantos y tantos y tantos motivos de repulsión debe sentir. Ayer quedó medio explicada en Valencia. Dijo el señor Gil Robles:

"¡Cuántas veces a nosotros se nos ataca por cierto orden de colaboración! Yo preguntaría a tanto hombres timoratos e integérrimos que nos dirigen estas censuras: ¡Ah! Vosotros, cuando constituís una sociedad anónima para el desarrollo de un negocio material, ¿sois tan cautos en la elección de aquellos que suscriben las acciones o que se sientan con vosotros en el Consejo de Administración? ¡Ah! Y esos escrúpulos que no tenéis para impulsar un negocio material, para dar satisfacción a un deseo de ganancia, ¿nos los hecháis en cara a nosotros cuando vamos a defender, no una ganancia material, sino la existencia de una patria y la existencia de una civilización?"

Es decir, que a los radicales se les soporta como socios poco gratos, pero, por ahora, indispensables. No diremos que el señor Gil Robles haya estado muy diplomático; pero, al menos, nadie podrá tildarle de poco veraz. Ya conocíamos sus doctrinas del mal menor y del bien posible. Los radicales son, por lo visto, el mal necesario.

PAPELETAS

Dijo el señor Gil Robles en Medina:

"¿Qué yo quería ir al Ministerio de la Guerra para dar un golpe de Estado? ¿Qué necesidad tenía yo del Ejército para el triunfo?... Aunque yo hubiera pensado en tal cosa; aunque el Ejército hubiera olvidado sus deberes –que no los olvida–, ¿qué necesidad tenía yo de eso? ¿Quién duda que con nosotros está España entera? Que venga aquí el que lo dude y que vea esta muchedumbre congregada. Y ,aún más: yo le ofrezco un puesto en el avión para que vea conmigo otra muchedumbre reunida en Mestalla. Un golpe de Estado lo da el que se encuentra en minoría; pero quien, como nosotros, tiene a España entera, tiene bastante con la fuerza de la ciudadanía, con las papeletas electorales que han barrido del campo nacional, el 19 de noviembre, todos los obstáculos."

He aquí las asombrosas deformaciones a que llegan los hombres inteligentes cuando los envenena la política. España será lo que digan las papeletas electorales. ¿Y si vuelven a decir ferocidades y blasfemias, como tantas veces han dicho? ¿Y si vuelven a dar el triunfo a los que preconizan el suicidio de España? En esos casos, ¿aceptará el triunfo como legítimo el señor Gil Robles?

Ya es hora de acabar con la idolatría electoral. Las muchedumbres son falibles como los individuos, y generalmente yerran más. La verdad es la verdad (aunque tenga cien votos), y la mentira es mentira (aunque tenga cien millones). Lo que hace falta es buscar con ahínco la verdad, creer en ella e imponerla, contra los menos o contra los más. Esa es la gran tarea del conductor de masas: operar sobre ellas para transformarlas, para elevarlas, para templarlas; no ponerlas a temperatura de paroxismo para después pedirles (como en el circo de Roma la plebe embriagada) decisiones de vida y muerte. Y este deber (gloriosamente duro) es tanto más apremiante en nuestra España, donde cien años de desaliento y de pereza han sumido a nuestra masa en la más desoladora mediocridad. Todo lo que se haga por sacudirla será poco. Pero mientras sólo se la halague y se la sirva, no se hará otra cosa que estabilizar la mediocridad.

(Arriba, núm. 16, 4 de julio de 1935)


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