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LA MEDIOCRIDAD ESTABILIZADA

La formación del actual Gobierno llenó de alegría a mucha gente, que quiere, por encima de todo, que la dejen en paz. Este Gobierno, con fuerte mayoría parlamentaria, toda partícipe de las delicias del Poder, y con numerosos ministros de la C.E.D.A. y agrarios, parece prometer la volatilización de las últimas esencias del bienio. Bien. Una vez volatilizadas, ¿qué nos quedará? Porque el bienio no vino en un momento de esplendor español; no interrumpió ningún instante glorioso: vino, por el contrario, al final de un proceso de decadencia, sólo interrumpido, en largos lustros, por algún aleteo malogrado. Si se borra el bienio, no se reanuda, por tanto, ningún rumbo de gloria, sino que se recae en el marasmo de que debió sacarnos la revolución de 1931. si hubiera cumplido su destino.

Y la vuelta al marasmo, ¿será como para alegrarse? Hubiera que haber echado las campanas al vuelo si en el recién estrenado Gobierno germinase un propósito transformador; si viniese con aire nuevo y nuevas palabras a sacudir la vieja modorra nacional en busca de las dos grandes metas: la ambición histórica y la justicia social profunda. Pero no; lo que más place a las personas sensatas en la solución dada a la crisis es que la nueva formación ministerial piensa a todo trance mantener "el orden", hacer respetar los derechos de todos. ¿Qué derechos? ¿Los actuales? ¿Qué orden? ¿El actual? Entonces lo que se piensa es estabilizar una época mediocre y demorar otra vez, veremos hasta cuándo, la empresa de resucitar a España.

¡Para esto se hizo una revolución en abril de 1931!

GIL ROBLES

Nosotros, que nos obstinamos en no quitar los ojos de la cara parada del señor Gil Robles; que insistimos en inquirir la humana verdad que oculta su gesto inexpresivo, otra vez tenemos que traer su nombre a esta plana y afanarnos en adivinar el drama intenso que vive en estos días.

El señor Gil Robles ha llegado al punto decisivo de la partida que se está jugando con la Historia. Desde su aparición en las Cortes Constituyentes como diputado novel, adiestrado en la escuela de El Debate, al instante de ahora en que es ministro de la Guerra y cuenta en el Gobierno con cuatro ministros más, su carrera política ha transcurrido rauda y brillante como un cohete. En cuatro años nadie hubiera podido soñar mejor fortuna. Pero en esa fortuna está el peligro, porque ahora, precisamente ahora, empieza –o concluye– la gran carrera política del señor Gil Robles.

Si el actual ministro de la Guerra no fuese más que lo que aparentaba ser en aquella sesión de las Cortes Constituyentes donde defendió su acta por Salamanca, su coyuntura de ahora no tendría gran interés; sería la coyuntura habitual en el político joven que ha tenido suerte al servicio de una causa. Pero precisamente un agudo interés del señor Gil Robles es el siguiente: que presente hoy armonía o desarmonía con la causa a que sirve. Esta es la cuestión: ¿seguirá el señor Gil Robles fiel a la escuela de El Debate? ¿O estará en el umbral de una nueva revelación de sí mismo, en la víspera del descubrimiento de un nuevo Gil Robles que algunos sospechaban, pero que nadie aún conocía?

No cabe duda de una cosa: el señor Gil Robles tiene en este momento todas las cartas en la mano; muchas de ellas son triunfos; el toque está en ver cómo las juega. De su acierto o de su desacierto depende que se quede en una oscura medianía, perdida en la sucesión inacabable de las medianías patrias, o que alcance un puesto excepcional. Para esto habrá que desbordar, destrozándolo, el molde estrecho en que ha venido a la vida política; habrá de romper, sobre todo, con dos clases de compromisos: los que le impone la masa electoral que lo ha nombrado –masa, en general, conservadora, alicorta– y los que le impone –éstos bastante sutiles– esa trama diplomática y misteriosa, cauta y helada, que tiene su presencia en la calle de Alfonso XI y sus últimas raíces quién sabe en qué remotas oficinas...

¡Si el señor Gil Robles se decidiera!...

(Arriba, núm. 9, 16 de mayo de 1935)


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