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ESPAÑA INCÓMODA

Yo fui también de los que aspiraron a vivir en su celda. No sé de privilegio más atractivo que este de haber encontrado la vocación de haberse encontrado uno mismo. La mayor parte de los mortales viven como descaminados, aceptan su destino con resignación, pero no sin la secreta esperanza de eludirlo algún día. He visto a muchos hombres que en medio de las profesiones más apasionantes –como por ejemplo, la magnífica, total, humana y profunda profesión militar– soñaban con escaparse un día, con hallar un portillo que los condujera a la tranquilidad burocrática o al ajetreo mercantil. Estas son gentes que viven una falsa existencia; una existencia que no era la que les estaba destinada. A veces siento pirandeliana angustia por la suerte de tantas auténticas vidas que sus protagonistas no vivieron, prendidos a una vida falsificada. Por eso miro en lo que vale el haber encontrado la vocación. Y sé que no hay aplausos que valgan, ni de lejos, lo que la pacífica alegría de sentirse acorde con la propia estrella. Sólo son felices los que saben que la luz que entra por su balcón cada mañana viene a iluminar la tarea justa que les está asignada en la armonía del mundo.

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Pero hoy no podemos aislarnos en la celda. Primero, porque sube de la calle demasiado ruido. Después, porque el desentendemos de lo que pasa fuera no sería servir a nuestro destino en el destino universal, sino convertir monstruosamente a nuestro destino en universo. Nuestra época no es ya para la soberbia de los esteticistas solitarios ni para la mugrienta pereza, disfrazada del idealismo, de aquellos perniciosos gandules que se ufanaban en llamarse rebeldes. Hoy hay que servir. La función de servicio, de artesanía, ha cobrado su dignidad gloriosa y robusta. Ninguno está exento –filósofo, militar o estudiante– de tomar parte en los afanes civiles. Conocemos este deber y no tratamos de burlarlo.

En España, menos todavía. Nuestra España está huérfana de un orden armonioso. ¿Cómo, sin él, podrá nadie estar seguro de ocupar su puesto en la armonía? Nuestra España –que se calificó por ser un estilo, según Menéndez y Pelayo– es hoy la cosa menos estilizado del mundo. En sus cimientos populares hay, sí, yacimientos magníficos de civilización reposada y exacta; pero ¡cuánto cascote sobre los cimientos! No se sabe qué es peor, si la bazofia demagógica de las izquierdas, donde no hay manoseada estupidez que no se proclame como hallazgo, o la patriotería derechista, que se complace, a fuerza de vulgaridad, en hacer repelente lo que ensalza. Y producido por el alborozo de las izquierdas y las derechas, un caos ruidoso, confuso, cansado, estéril y feo.

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Nosotros, estudiantes, no os llamamos con la invocación del nombre de España a una charanga patriótica. No os invitamos a cantar a coro fanfarronadas. Os llamamos a la labor ascética de encontrar bajo los escombros de una España detestable la clave enterrada de una España exacta y difícil.

No venimos sólo a execrar como antipatriotas a tantos y tantos críticos de España como se adelantaron a formular nuestro descontento. Venimos a reprocharles que no añadieran a su crítica mayor efusión. Pero su descontento es nuestro. Nuestra manera de servir a España tendrá que ser también rigurosa. Tendremos que hendir muchas veces la carne física de España –sus sustos, su pereza, sus malos hábitos– para libertar a su alma metafísica. España nos tiene que ser incómoda. ¡Dios nos libre de encontrarnos como el pez en el agua en esta España de hoy! Tenemos que sentir cólera y asco contra tanta vegetación confusa. Y sajar sin contemplaciones. No importa que el escalpelo haga sangre. Lo que importa es estar seguro de que obedece a una ley de amor.

(De Haz, primera época, núm. 1, 26 de marzo de 1935)


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