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DISCURSO EN EL ACTO DE CONSTITUCION DEL S.E.U. EN VALLADOLID, EL 21 DE ENERO DE 1935

Han pasado los días en que se podía ser sólo universitario o poeta o artista. Nuestra época nos arrastra y no nos deja encerramos en torres de marfil. Eso era atributo de las épocas rancias en que, roto el sentido de la unidad del mundo, cada uno pensaba hacer un mundo aislado de su propia vida. Nuestra generación, convaleciente de una de esas épocas, tiene que rehacer la unidad del mundo; para los que estamos aquí como tarea próxima, la unidad de España. El siglo XIX discurrió bajo el signo de la disgregación; ya no se creía en ninguno de los valores unitarios: la Religión, el Imperio..., hasta menospreciaban, por obra del positivismo, a la Metafísica. Así fueron elevados a absolutos los valores relativos, instrumentales: la libertad –que antes sólo era respetada cuando se encaminaba al bien–, la voluntad popular –a la que siempre se suponía dotada de razón, quisiera lo que quisiera–, el progreso –entendido en su manifestación material técnica.

Pero la libertad incondicionada lanzó a los hombres y luego a los pueblos a pugnas atroces; exasperó el nacionalismo y trajo la guerra europea. La voluntad popular obligó a los políticos a elaborar versiones toscas de sus programas para ganar los votos y condujo a la pérdida de toda buena escuela política, de toda continuidad. Y la idolatría del progreso indefinido llevó a la superindustrialización, al capitalismo –reclamado por la necesidad de poderío económico que imponía la libre concurrencia–, a la deshumanizaci6n de la propiedad privada, sustituida por el monstruo técnico del capital impersonal, a la ruina de la pequeña producción, a la proletarización informe de las masas y, por último, a las crisis terribles de los últimos años.

El socialismo, contrafigura del capitalismo, supo hacer su crítica, pero no ofreció el remedio, porque prescindió artificialmente de toda estimación del hombre como valor espiritual; así, en Rusia, inhumanamente, no se pasado aún del capitalismo del Estado, y es cada día menos probable que se llegue al comunismo.

Así estaba el mundo al llegar nuestro tiempo. ¿Cómo podríamos desentendemos de su tragedia? Seamos buenos universitarios, pero seamos también partícipes en la tragedia de nuestro pueblo. Como Matías Montero, estudiante magnífico, al que nos asesinaron a traición y que cayó muerto con el alma y los ojos llenos de la luz de nuestra España de los Reyes Católicos, la España cuyo signo ostentaba nuestro yugo y nuestras flechas.

El medio contra los males de la disgregación está en buscar de nuevo un pensamiento de unidad; concebir de nuevo a España como unidad, como síntesis armoniosa colocada por encima de las pugnas entre las tierras, entre las clases, entre los partidos. Ni a la derecha, que por lograr una arquitectura política se olvida del hambre de las masas; ni con la izquierda, que por redimir las masas las desvía de su destino nacional. Queremos recobrar, inseparable, una unidad nacional de destino y una injusticia social profunda. Y como para lograrlo tropezamos con resistencias, somos resueltamente revolucionarios para destruirlas.

Pero no olvidéis que esta tarea de unidad exige que estemos entre nosotros indestructiblemente unidos. Entendamos la vida como servicio; todo cargo es una tarea y todas las tareas son igualmente dignas, desde la más gozosa, que es la de obedecer, hasta la más áspera, que es la de mandar.

La Jefatura es la suprema carga; la que obliga a todos los sacrificios, incluso a la pérdida de la intimidad; la que exige a diario adivinar cosas no sujetas a pauta, con la acongojante responsabilidad de obrar. Por eso hay que entender la Jefatura humildemente, como puesto de servcio; pero por eso, pase lo que pase, no se puede desertar m por impaciencia, ni por desaliento, ni por cobardía.

(La Nación, Madrid, 21 de enero de 1935)


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