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REVOLUCIÓN

Se que algunos amigos están bastante asustados con esto de que cada vez use más la palabra "revolución" en mis manifestaciones políticas. No será inútil aprovechar las vacaciones que a toda propaganda escrita y oral impone el encantador estado de alarma para explicar lo que quiero decir cuando digo "revolución".

Yo calculo que a nadie se le pasará por la cabeza el supuesto de que la "revolución" apetecida por mí es la "revuelta", el motín desordenado y el callejero, la satisfacción de ese impulso a echar los pies por alto que sienten, a veces, tanto los pueblos como los individuos. Nada más lejos de mis inclinaciones estéticas. Pero más aún de mi sentido de la política. La política es una gran tarea de edificación; no es la mejor manera de edificar la que consiste en revolver los materiales y lanzarlos al aire después, para que caigan como el azar disponga. El que echa de menos una revolución suele tener prefigurada en su espíritu una arquitectura política nueva, y precisamente para implantaría necesita ser sueño en cada instante, sin la menor concesión a la histeria o a la embriaguez, de todos los instrumentos de edificar. Es decir: que la revolución bien hecha, la que de veras subvierte duramente las cosas, tiene como característica formal "el orden".

Ahora que el orden, por sí mismo no es bastante para entusiasmar a una generación. Nuestra generación quiere un "orden nuevo". No está conforme con el orden establecido. Por eso es revolucionaria.

España lleva varios años buscando su revolución, porque, instintivamente, se siente emparedada entre dos losas agobiantes: por arriba, el pesimismo histórico; por abajo, la injusticia social. Por arriba, la vida de España se ha limitado de manera cruel: hace diez años España parecía miserablemente resignada a la dimisión como potencia histórica; ya no había empresa que tentara la ambición de los españoles, ni casi orgullo que se revolviera cuando unos cuantos moros nos apaleaban. Por abajo, la vida de España sangra con la injusticia de que millones de nuestros hermanos vivan en condiciones más miserables que los animales domésticos.

Nuestra generación no puede darse por contenta si no ve rotas esas dos losas; es decir, si no recobra para España una empresa histórica, una posibilidad, por lo menos, de realizar empresas históricas; y, por otra parte, si no consigue establecer la economía social sobre bases nuevas, que hagan tolerable la convivencia humana entre todos nosotros.

España creyó que había llegado su revolución el 13 de septiembre de 1923, y por eso estuvo al lado del general Primo de Rivera. Por inasistencias y equívocos se malogró la revolución entonces, aunque ya fue mucho el interrumpir el pesimismo histórico con una victoria militar y el quebrantar la injusticia social con no pocos avances. Otra vez pareció que llegaba la revolución en 1931, el 14 de abril. Y otra vez está a pique de verse defraudada: primero, por dos años de política de secta; ahora, por una política que no da muestras de querer una auténtica transformación social.

Y esa revolución, largamente querida y aún no lograda, ¿podrá "escamotearse", podrá "eludirse", como, al parecer, se proponen Acción Popular y los radicales conversos? Eso es absurdo; la revolución existe ya, y no hay más remedio que contar con ella. Vivimos en estado revolucionario. Y este ímpetu revolucionario no tiene más que dos salidas: 0 rompe, envenenado, rencoroso, por donde menos se espere, y se lo lleva todo por delante, o se encauza en el sentido de un interés total, nacional, peligroso, como todo lo grande, pero lleno de promesas fecundas.

Así han hecho otros pueblos sus "revoluciones", no sus reacciones, sino sus "revoluciones", que han transformado muchas cosas, y se han llevado por delante lo que se debían llevar. Esa es también la revolución que yo quiero para España. Mis amigos, que ahora se asustan de un vocablo, prefieren, sin duda, confiar en la política boba de "hacerse" los "distraídos" ante la revolución pendiente, como si no pasara nada, o la de querer ahogarla con unos miles de guardias más. Pero ya me darán la razón cuando unos y otros nos encontremos en el otro mundo, adonde entraremos, después de ejecutados en masa, al resplandor de los incendios, si nos empeñamos en sostener un orden injusto forrado de carteles electorales.

("Revolución", artículo de José Antonio, en el diario La Nación, de Madrid, 28 de abril de 1934.)


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